Ya deben haber caído todas las amargas lágrimas que tenían que caer desde los ojos de los miles de fanáticos de las películas de Superman. Ha muerto el superhéroe, el paradigma, el más emblemático de todos esos galanes de acero, el que con un solo dedo salvaba al mundo del ataque despiadado de todos los elementos malsanos invocados por el desalmado Lex Luthor, enamorando, de paso, con esa apostura tan exenta de fanfarronería a la menospreciada reportera Luisa Lane. No es ocioso pensar que acaso la imagen de superhéroe sea sólo la subliminal propaganda para un país experto en autobombearse, eso ahora casi no viene al caso. Lo verdaderamente doloroso es que el hombre valioso que personificaba al legendario personaje, ha rendido por fin su existencia, no a causa de la letal Kriptonita sino por la maldita secuela de una caída que lo dejó postrado paradojalmente en una terrenal silla de ruedas. Allí, en su enervante inmovilidad, sacó infinitas fuerzas desde su fondo vigoroso para lograr notables avances en su grave estado, demostrando que su fibra de héroe invencible era además un importante aditamento prestado por el hombre de carne y hueso. Su muerte ha arrastrado también a la desaparición prematura a Clark Kent, ese reportero timorato que disimulaba su grandeza detrás de esas formales vestimentas que eran primas hermanas del más elemental anonimato; vaya esto como ejemplarizadora lección para tantos personajes hambrientos de figuración.
Podrán reeditarse a una multitud de superhéroes, quizás más gallardos y carismáticos que Christopher Reeves, pero sólo serán versiones tristonas de aquellas que quedarán en la historia de la cinematografía por haber ensamblado tan a la perfección al personaje de los comic con aquel que lo protagonizó en la pantalla.

Descansa en paz hombre de cuerpo y alma de acero, te veremos una y otra vez en la pantalla y nunca pero nunca dejarás de anonadarnos con la magia de tu gran fortaleza…