Para Francisco
Así hice mía esa parte de la ciudad, caminando contigo por ahí, casi siempre al anochecer. La ruta era una sola: por el parque Balmaceda hacia el oriente, deteniéndonos siempre en los mismos hitos, atravesando fugitivos por entre árboles, bancas y matorrales.
Algunas veces subíamos el puente iluminado, oscuro, nuestro, y ahí, permisivamente nos dábamos besos sabrosos y eléctricos, entre miradas furtivas alrededor en busca de algún intruso o una mirada espía. Nunca hubo nadie, la altura sobre el río urbano, algún caminante despistado, nuestro encuentro.
Después volvíamos abajo, cruzando aún el parque rumbo hacia tu casa, entre faroles semi quebrados denunciándonos a medias.
De pronto emergía la avenida. Llena de todo, oliente, rápida, bullante; frente a eso nosotros desafiantes, jugábamos a cruzar por entre los autos, con carreras suicidas y saltos entre rejas, sonrientes e irresponsables. Luego subíamos anhelantes hasta nuestro lecho, y entre besos, calidez, deseo y tacto nos quedábamos suspendidos, arrebolados.
La ciudad, mientras tanto, como una madre consentidora, hacía silencio en su ritmo y sólo se oía nuestra respiración.
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