Betevé era un niño de nueve años que vivía a las afueras de Gijón. Recuerdo cuando le conocí, flotando boca abajo en la ría, con la cara morada y el cuerpo hinchado. Le llevé a tierra, y de ahí a la UVI. Trescientas veintinueve horas después salió del coma y comenzó a vomitar toda el agua y la basura que había tragado en el hospital. Estaba vivo. Dos días después, le dieron el alta, y los dos salimos a la calle. Le invité a un tazón de chocolate con churros, le di mil duros y me fui.
Una semana después, al salir de mi casa para ir al trabajo, le volví a ver, tendido en la acera sobre un charco de sangre. Le llevé a mi coche, y de ahí a la UVI. Trescientas veintinueve horas después, salió del quirófano, y diez minutos después entró en coma. Yo decidí irme de allí, y le dejé mil duros en la mesilla.
Un mes después, mi mujer y yo salíamos del cine, y al ir a coger el coche, vimos a Betevé colgado de una farola, echando espumarajos por la boca. Le bajé al suelo, y de ahí le llevé a la UVI móvil, que le llevó al hospital, en coma. Le llevaron a la habitación trescientos veintinueve. Yo no llevaba dinero encima, así que le hice un cheque por mil duros y volví a casa. Empezaba a preocuparme el asunto.
Quince días después, paseando por el puerto, le volví a ver. Estaba en el suelo, sufriendo terribles convulsiones, gritando como un poseso. Le llevé en brazos hasta la UVI, donde entró cadáver. Trescientos veintinueve minutos después, le dieron por clínicamente muerto. Sin embargo, de pronto entró en coma la enfermera al ver que Betevé se ponía en pie. Le di los mil duros de siempre y me fui de allí corriendo. Lo de este chaval empezaba a ser mosqueante, ¿no?.
Pasaron los años, y en los que siguieron su paso de la niñez a la edad adulta, encontré a Betevé, por este orden, envenenado, acuchillado, tiroteado, rejoneado, descabellado, flagelado, apaleado, rasurado, pisoteado, degollado, crucificado, atropellado, reventado, martirizado, aplastado, socarrado, banderilleado, fusilado, ahorcado, quemado, decapitado, desmembrado, catapultado, asfixiado, sepultado, horadado, descalabrado, calafateado, vilipendiado, guillotinado, espolvoreado, torturado, sodomizado, partido por un rayo, sacudido por un huracán, corneado, arrastrado y moralmente abatido.
Todo el caudal familiar le fue entregado en sucesivas veces cada vez que Betevé eludía, una vez más, las fauces de la muerte. Esa costumbre mía de los mil duritos estaba empezando a buscarme la ruina. Tanto es así que, mis hijos, cuando querían algo de dinero para irse de copas con sus amigos, se pegaban un tiro en la boca para obtener los mil duritos que era yo incapaz de negarle a alguien que regresaba del valle de las sombras de la muerte.
Un día caminando por el parque, vi 5 buitres volando en círculos por el cielo. Ya estaba harto.
Me acerqué, temiéndome lo peor, que Betevé estuviera allí, agonizando, que yo tuviera que llevarlo a la UVI, que entrara alguien en coma, que apareciese en número trescientos veintinueve en algún sitio y que, al final, tuviera yo que soltarle los mil duritos. Aun estaba lejos cuando pude distinguir, sobre el parque, una figura tendida en el suelo.
No, otra vez no. Esta vez no lo recogería. Salí corriendo en dirección contraria, y, de pronto, oí un grito agonizante frente a mí, en la esquina. Paré un taxi y le pedí que me llevara corriendo a casa. El taxista arrancó y se llevó por delante a alguien. Paró y salió a ver que había ocurrido. Yo aproveché y salí corriendo hacia mi casa. Los arcenes de la carretera estaban llenos de bultos que gemían. No pude mas y fui al hospital. Allí estaría a salvo, allí no tendría que ayudarle más.
No sé cuanto tiempo estuve allí. Una enfermera me despertó. Salí a la calle. Estaba amaneciendo.
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