Historia de un crimen.
A menudo, para ocultar un crimen, se inventan las historias más enrevesadas que pueda pergeñar mente humana. Así es el asunto que me concierne.
Frecuentemente, para encubrir oscuros manejos, se inventan historias bastante verosímiles pero no por ello menos apócrifas. Es el caso que sigue: La increíble historia del asesino ahorcado, una supuesta venganza que en cierto sentido es la del mundo. Al menos esa fue mi impresión inicial, pero me tengo que resignar a pensar que también pudieron ser los mismos sentimientos de culpa los que hicieron el nudo de aquella cuerda y no una persona real. Que juzgue el lector dada la imposibilidad de llegar a una solución definitiva, pues también puede tratarse de un hecho aislado sin vinculación.
Parte primera.
Uno.
Pero empecemos por el principio. Vine de Madrid buscando la paz y encontré acomodo en aquella pequeña ciudad. Pero como no sólo de acomodo vive el hombre- mujer tampoco, como es el caso- tuve que hallar los medios para poder, aquí también, subsistir. Mi trabajo en Madrid había sido en la redacción de El País. Ahora llevo la página de sucesos- también en la versión digital- de un pequeño periódico que apenas cuenta con recursos para existir. El Internet ha hecho mucho daño al periodista tradicional y nos hemos tenido que reconvertir. Cuando llegué, agobiada del tráfago de la gran ciudad, ni siquiera había versión digital del Heraldo, y me acomodaron en una página de sucesos tradicional, aunque esta nunca había sido mi especialidad.
Uno de mis primeros asuntos fue el de seguir un extraño suicidio, por ahorcamiento, que había sacudido la conciencia, por aquel entonces, de toda la población. Un empresario de hostelería, bastante conocido de la ciudad, había aparecido ahorcado, en misteriosas circunstancias, por entonces. Nada hacía pensar que tal desenlace viniese precipitado por alguna razón. De la noche a la mañana, sin embargo, había aparecido en tal tesitura mortuoria, sin que la economía ni otras eventualidades, como podía ser la salud, o su falta, precipitaran, al menos aparentemente, tal decisión. Si era que había abandonado voluntariamente nuestro mundo, no había sido por razones económicas o falta de salud. Mucho se habló, pero finalmente se asumió- policía incluida- que su muerte había sido por propia decisión. Y aunque no cesaron las habladurías, se dio carpetazo oficial a la investigación.
Y a la misma conclusión llegué yo de no haber sido por haber encontrado, buceando en la hemeroteca del Heraldo, una noticia que me sobresaltó. Al parecer, un chico joven se había arrojado al vacío cerca del lugar del ahorcamiento, unos dos años antes del episodio posterior. El criminal siempre vuelve al lugar del crimen- no sé por qué me dije a mí misma cuando lo descubrí.
Dos.
Pero lo anterior era mucho afirmar, pues primero había que conectar ambos episodios. De demostrarse alguna vinculación, veríamos- me planteé. Para llegar a la anterior conclusión había que olisquear por ahí, hacer unas cuantas preguntas. La ciudad era lo suficientemente grande para que al hacerlo no se llamara del todo la atención. El caso es que al principio por motivos profesionales y luego por curiosidad particular, me vi enfrascada en aquella operación, en un lugar que me era bastante ajeno y unas funciones que excedían mi trabajo habitual.
Quizá influida por la simpatía que siempre despiertan los paisanos- el chico del precipicio era de Madrid- se me metió entre ceja y ceja que aquello no era ni un accidente ni había sido efectuado por propia voluntad. Era un hombre joven, con todo el futuro por delante, como se suele decir, que había venido a provincias como yo; en su caso, para hacer un curso de verano que daba la Universidad de este lugar, al tiempo que disfrutar, probablemente, de esta turística ciudad.
Tres.
Lo primero que hice fue personarme en el de los hechos, y, la verdad, no era del todo descartable que se hubiera podido escurrir, y más teniendo en cuenta que fue de noche, según todos los indicios esto último- pues si fue de día, nadie lo vio, o si lo vio no lo quiso decir. Pero luego pensé que también podía haber sido elegido aquel lugar para poderse sustentar, precisamente, tal hipótesis. Fuera como fuera, si no se estaba atento, por allí caminando, uno-a se podía despeñar. Para tal caso, la muerte, como había sido, era bastante probable, pues se abría un vacío, de unos cien metros, casi en caída libre entre algunas rocas, maleza, arbustos de todo tipo y, aunque no del todo, como decía, por tanto, casi vertical. El agua, a través del tiempo, se había encargado de formar aquel cañón- que los lugareños llamaban hoz. Al fondo discurría un río tan pequeño que sorprendía imaginarlo capaz de tal erosión. Pero, ciertamente, había formado una cárcava de impresión. Precisamente, de manera probable, la razón de haber ubicado allí, protegida por frontera tan natural y eficaz, aquel nido de águila que constituía la parte antigua de la ciudad.
También me enteré que no era el primer despeñamiento que se había producido a lo largo del tiempo. Siempre envueltos en misterio, de vez en cuando, alguien se precipitaba por allí, haciendo de ello casi una inveterada costumbre o noticia- si se trataba de accidentes- local.
Cuatro.
Al pie de página de la reseña venía una fotografía de mi paisano. Era un chico joven, de unos veinticinco años, bien parecido, no sólo como atributo de juventud, y sonriente, por lo menos en aquella fotografía de carnet; posiblemente, por su escasa calidad, de fotomatón.
Las vacaciones de aquel año- las navideñas-, las aproveché para indagar sobre él en Madrid. Y, la verdad, bien poco pude sacar. Acudí a mi propia antigua redacción, en Miguel Yuste, donde trabajaba, para bucear de nuevo en las hemerotecas de la capital. Fui bien recibida por el nuevo jefe de redacción, que había sido compañero mío en tiempos, y que puso aquellos medios a mi disposición. Extrañamente, tal noticia, no se había registrado en ningún periódico de la capital. Pero logré saber, a través de la base de datos del periódico y su nombre, que se le había dado cristiana sepultura y que sus restos reposaban ad aeternam en el cementerio de la Almudena, de allí, de Madrid.
Y me personé. Todavía guardaban alguna frescura las flores que alguien había tenido a bien colocar en su nicho, posiblemente por el día de los Santos del mes anterior. Indudablemente se trataba de la misma persona, no sólo por el parecido de la fotografía, que habían dispuesto sobre el mármol, sino por el nombre y las fechas de nacimiento y defunción, aunque para nada se aludía a la forma en que había dejado de existir. Y ahí terminaba mi función, pues esperaba que hubiera alguna alusión a aquella forma inusual de haber fallecido. Si la familia no había visto nada extraño- pensé- sus razones tendrían. No iba a ser yo la que pusiera la voz de alarma ante aquella situación; pero, cuando volvía grupas, por así decir, enfilando el sendero que conducía a la salida principal, reparé en un detalle que me llamó a la atención. Al parecer, el chico, tenía novia, hecho que registraba la lápida. No era tan extraño, pues tenía veinticinco años, pero, también reparé, en que tales alusiones no se solían hacer respecto de muertos jóvenes, como digo, por mucho que hubiera mediante una relación sentimental.
Con el carnet de periodista en ristre, muy socorrido en estos casos, pregunté, a la salida, por si algún funcionario me podía dar sobre ello alguna luz, aludiendo a que estaba haciendo un reportaje para El País sobre el tema. El nombre de mi antiguo periódico siempre impresiona, por lo menos en Madrid. Así supe que aquel nicho era muy frecuentado por una muchacha joven, “posiblemente de su edad”- dijo, refiriéndose a mí, el solícito empleado.
Con aquel dato me volví a mi tranquilo lugar. Al menos había algo con qué empezar.
Cinco.
Por exigencias laborales, sin embargo, dejé el tema aparcado y me centré en lo que me daba de comer, y ello hasta el punto del olvido, de no ser por una extraña visita que un día tuve en la redacción. Fue cerca de las vacaciones de verano del mismo año en que cursara entrevista con el funcionario del cementerio de la capital, y precisamente, relacionada con la misma; pues la chica que quería hablar conmigo era ni más ni menos que la de la mención de la lápida del nicho del joven de Madrid; esto es su “afligida novia”- como dijera el mármol negro a través de unas runas sobre aquel.
Me quedé de una pieza- como fácilmente supondrá el lector. En resumen me vio a decir que su novio, de nombre Miguel, o se había escurrido, muerte involuntaria por tanto, o, sencillamente, había sido lanzado al vacío por alguien y por una extraña razón. Llegaba a tal conclusión por la de entender que no tenía problemas psíquicos ni de ningún tipo que hubieran podido motivar tan drástica resolución. Ni enemigos aparentes, al menos en la capital.
Parte segunda.
Uno.
Aquel asunto, que había quedado en stand by, vio de nuevo la luz. Y ya no éramos una, sino que participábamos dos en la investigación. A tal efecto, Paula, “la afligida novia”, al curso siguiente, se matriculó en esta Universidad. Algo le decía que la muerte de su novio tenía que ver, de una manera u otra, con el curso de verano impartido en la ciudad.
Fue así como supo que Miguel había tenido, durante su breve estancia, un affaire con una compañera de estudios estival. Disfrazada de alumna- otro más-, no le fue difícil obtener tal información. Al parecer se les veía mucho juntos, de tal manera que pareciera que “anduviesen encantados de haberse conocido”- palabras textuales.
De qué manera podíamos vincular ambos episodios. Era fácil suponer que la rivalidad por la muchacha había hecho el resto. Sobre todo, si teníamos en cuenta la circunstancia, que se nos fue revelada, de que la chica era de gran belleza- como pudimos comprobar además. No era el primer caso en el que los celos podían haber desatado una consecuencia tamaña. Pero, en principio, nos fue imposible establecer, en relación con el ahorcado, cualquier vinculación con aquella verdadera beldad. Si la había, era un secreto entre los dos. Y si la había, en segundo lugar, podía ser sólo la culpa la que había precipitado la segunda muerte- nos preguntábamos ambas- o existir, comparativamente hablando, algo más relevante detrás.
Dos.
Paula, según me dijo- e informada de primera mano, como estaba-, en Madrid, la familia del chico tenía el hecho como un desgraciado accidente y nada más. Ahí acababan sus pesquisas, pues la propia policía había llegado a tal conclusión. Al parecer, no era el primer caso en que un forastero, desconocedor del peligro, había seguido los mismos pasos que Miguel. Era una zona mal iluminada por aquel tiempo, y la cárcava, como no a partir de unos años más tarde, no avisaba de su existencia nocturna en aquella ciudad. Simplemente estaba allí. Poéticamente, se podría decir, esperando a deglutir a algún otro ingenuo nuevo más.
Tres.
Por otro lado, Beatriz, que así se llamaba la beldad, era una chica que llamaba a la atención por su inusual belleza y armonía de proporciones físicas en general. Había sido compañera de Miguel en aquel curso veraniego que impartía la U.N.E.D. de aquella ciudad. Paula, auspiciada por el anonimato total, procuró su amistad, pues, casualidades de la vida, también era alumna de la Facultad de Económicas de aquella Universidad.
Cuatro.
Cuando llegaron al tema “Miguel”, su imperturbabilidad, le señaló que, al menos ella, no tenía que ver con aquel desenlace fatal. Le esperaba un largo curso, cuando había resuelto ya volver a Madrid, haciendo un nuevo traslado de expediente al curso siguiente. Se había resignado a entender que la muerte de su novio la había dictado solamente la casualidad. De haberle gustado las chicas, se podía haber demorado un poco más, pues al hecho de estar libre, se sumaba la circunstancia de que Beatriz era, casi manifiestamente, lo menos bisexual. Paula, dentro de la más pura ortodoxia, aun apreciando que la muchacha estaba bastante bien, sólo la admiraba en un plano contemplativo o visual. Pero lo cierto era que había llegado con ella, como su novio, a una relación bastante amical.
Parte tercera.
Uno.
La “afligida” desde entonces, se dedicó a disfrutar de la ciudad, estudiar para pasar las asignaturas y preparar el regreso a Madrid. De vez en cuando me llamaba a la redacción y salíamos por ahí. No era extraño que diéramos con Beatriz, sobre todo por el casco antiguo, que, por aquel tiempo, era el centro de los desparramos de la ciudad. Con una población universitaria considerable, la capital provincial, se hacía, ya por entonces, bastante atractiva para la juventud, y el casco viejo era el lugar de cita, pues entre sus callejas habían proliferado cantinas que con el auge universitario habían experimentado una segunda y remozada actualidad.
No hacía falta quedar con nadie para encontrarse. Si ese día- fines de semana sobre todo- ese alguien había salido a festejar, era bastante probable encontrarlo en aquel parque temático de la diversión que se extendía espontáneamente por allí. Al hecho ya por sí estimulante de salir, se sumaba la incertidumbre sobre a quién te ibas a encontrar. Se salía como a pecho descubierto, a porta gayola, en términos taurinos, pero como la circunstancia era bastante común, era raro que acabaras deambulando solo-a por allí. Los jóvenes, universitarios sobre todo, aprovechaban los fines de semana para socializar- léase empaparse de alcohol-, con el embrujo añadido que proporcionaba aquel ambiente arquitectónico medieval. Aquel ambiente, para quien no se había criado en la ciudad, tenía algo de irreal. Las casonas de piedra y las estrechas y empinadas calles, ayudaban a configurar la idea de que la vida era un laberinto en el que uno no se debía perder. Había que buscar la salida, sobre la base de entender que ésta existía y que sólo había que perseverar.
Dos.
La juventud, con su espontaneidad, estaba llamando a la puerta de la vida de una manera más o menos inconsciente, y no era extraño que la propia vida se cobrara alguna víctima en este proceso de abrirse a pecho descubierto, sin cota de malla ni red. Era posiblemente lo que le podía haber ocurrido a Miguel. La fatalidad se había interpuesto entre él y sus ganas de vivir. Si al principio, ambas, habíamos sospechado de aquella muerte bajo parámetros causales, tuvimos que llegar, no obstante, a tal conclusión.
Tres.
Pero hete aquí que un nuevo dato nos devolvió al punto de partida inicial. Se acercaba el fin de curso y salimos, después de los exámenes finales y a modo de despedida, por ahí a festejar. La ciudad estaba en ebullición. La población estudiantil se arracimaba por el casco antiguo, imbuida, quizá, por la misma común determinación. A modo de traca final, aquel sábado, por las razones expuestas, no era uno más.
Y todo el estudiantado se creía con derecho a darse un homenaje, por haber aguantado todo un curso entero con sacrificio y tesón. Tras unas escaramuzas por los bares del centro, nos hicimos presentes en la parte antigua de la ciudad. Paula se encontró entonces con unos compañeros de Facultad. Preguntó por Beatriz, pues quería despedirse también de ella, al unísono que de una particular. A Beatriz era fácil verla en una vieja tasca que había subsistido desde largo tiempo adaptándose a los nuevos clientes que representaba el alumnado de la Universidad. A todas luces se apreciaba que aquella solera había conocido otra clientela más ancestral. Sea como fuere, algunas veces, recalábamos por allí. Un viejo atizaba la lumbre de una gran chimenea que había en la estancia principal. Posiblemente esa era su única función, y los estudiantes habían simpatizado con el anciano, teniéndolo como uno de ellos más. Algunas veces le llevaban algo de beber y el abuelo no hacía ascos, pese a su edad, a la cerveza convidada. Por aquel tiempo, los bolsillos, sobre todo los de los estudiantes, no daban para más.
Se fue yendo la gente y esperando a Beatriz nos quedamos allí. Aunque fuera verano, el abuelo paraba por allí. Ya no encendía, mantenía y atizaba la lumbre durante los largos inviernos de aquella latitud, pero se sentaba en la misma silla al lado de la entonces inactiva chimenea fumando un cigarrillo, que él mismo liaba, y cuya hebra sacaba de una petaca de piel marrón.
- Al chico aquel fue como si lo hubieran matado, sin haberlo empujado al precipicio, pero con el mismo efecto- dijo inopinadamente, sin que nadie se lo hubiese pedido, ni haberse suscitado ninguna conversación.
De modo que el abstraído anciano estaba al corriente de todo y sabía quiénes éramos y lo que hacíamos allí. Ver para creer. Así fue como supimos que aquella noche, de hacía ya largo tiempo, a punto del cuarto aniversario, Miguel salió de aquella misma tasca, tambaleante, en dirección al precipicio, con alguna cerveza de más, sin prevención alguna del riesgo que corría al acercarse al vacío la noche encapotada en que dejó de vivir.
- Su amistad, con vuestra amiga la guapa, lo mató.
No hubo manera de sacarle más al anciano; dicho lo anterior se marchó. La hipótesis inicial de los celos se confirmó. Sibilinamente, alguien, había puesto en conjunción todos los elementos para que así fuera. Posiblemente el mismo al que el sentimiento de culpa condujo al mismo fin. Si hubo venganza, nadie lo supo. Lo cierto que aquella segunda muerte se tuvo en la ciudad como auspiciada por una supuesta infidelidad de su mujer. Nunca se estableció relación alguna con la muerte de Miguel.
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