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Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a casa esta noche. Matilde intenta ponerme al día en nuestro dormitorio mientras se atusa el cabello frente al espejo del tocador.

—El maestro Fung es un hombre excepcional. Hacía años que no tenía noticias suyas. Así que cuando el jueves me lo encontré en una de las calles del centro no pude resistirme a invitarle a nuestra casa.

Matilde continua hablando sin parar mientras yo intento en vano hacerme el nudo de la corbata.

—El maestro Fung conoce todos los secretos del arte del Tai Chi. Impartió clases durante largos años, primero en China y luego aquí en Europa. Fung fue siempre uno de los mejores maestros de su disciplina pero el paso del tiempo le fue minando cada vez más la visión hasta que tuvo que dejar de dar clase…

El perfume de esencia de sándalo que se ha puesto mi mujer se me antoja desagradablemente intenso. El nudo de la corbata sigue sin salirme bien.

—Actualmente vive con su joven esposa, Li. Ella hace de sus pies y sus manos y es la que se encarga de guiarle en todo lo relacionado con los quehaceres domésticos. Pero espera. Creo que llaman a la puerta. 

Matilde sale disparada del dormitorio mientras que yo continúo enfrascado con el nudo. Se oyen saludos y parabienes a la entrada de la casa. Pasan algunos minutos hasta que al fin consigo que la corbata tenga un aspecto decente.

Salgo al salón. Allí me encuentro a una pareja de apariencia pintoresca. Ella una joven de rasgos orientales e indiscutible belleza que viste una especie de quimono tornasolado y suntuoso, con vistosas incrustaciones doradas. Él, un hombrecillo asiático de edad provecta, cabellos blancos y ralos y cuyo único atuendo es un largo batín, de aspecto sobrio, sin adornos, completamente negro. Lo que más llama la atención es la blancura acentuada de las pupilas del invitado, que le confiere un aire inquietante y misterioso.

Matilde y la joven de ojos rasgados están sentadas en nuestro espacioso sillón caoba y parecen conversar animadamente. El hombre, por el contrario, permanece de pie, en silencio, recorriendo con detenimiento el amplio recinto del salón como si estuviera buscando alguna cosa. Lo que no se me ocurre es qué demonios busca. Saludo a los presentes con desgana, como quien cumple un trámite engorroso pero necesario. Mi mujer, tras presentarme a sus invitados con un entusiasmo a todas luces desmedido, continúa charlando con la esposa del maestro.

—El taller de cuencos tibetanos fue una maravilla —dice Matilde—. Aunque el estudio era un sitio reducido el sonido era brutal, resonaba en todas partes...
—El sonido de los cuencos tibetanos actival chaclas de cuelpo —comenta la joven Li.
—Al parecer, todo depende de la frecuencia del sonido. Las frecuencias bajas liberan la energía de los chacras inferiores, las altas, la de los superiores.
—También el sonido del gong es bueno pala la salud.
—El gong. Maravilloso. Dicen que reduce el estrés, alivia el dolor y mejora el sueño…

Las mujeres siguen charlando de cuencos, gongs y otras rarezas. Yo las escucho callado, intentando disimular mi desinterés. Observo al maestro Fung detenerse bruscamente frente a la pared del salón donde cuelga el cuadro con la fotografía de nuestra boda. Levanta con parsimonia su palma derecha y parece quedar petrificado.

—Oh, oh —dice Li con cautela—. Maestlo Fung encontral espílitu maligno en la casa.

Matilde palidece de pronto. Su rostro parece descomponerse con un gesto cercano al pánico.

—¡Lápido! —exclama Li—. Trael un jalón de cristal lleno de sal.

Mi mujer corre a la cocina y en menos de un minuto vuelve con el jarrón con sal. Se lo entrega Li, que se lo acerca al maestro que, a su vez, coloca con sumo cuidado el jarrón a los pies de nuestro retrato de boda. Yo observo la escena desde el otro extremo de la sala con incredulidad.

—Ahola mejol —dice Li—. Pero ahola es necesalio protegel la casa. Hay que seguil las reglas de feng shui y oliental los muebles milando al oeste.

Sin mediar palabra, la joven oriental comienza a arrastrar nuestro mobiliario de estilo clásico por el salón. Los sillones, la mesita, el mueble bar… El maestro Fung le ayuda en su tarea con presteza. Me sorprende ver a un ciego actuando de manera tan laboriosa. Y también me sorprende comprobar que mi mujer contempla el panorama con ojos de aprobación. Entiendo que ha llegado el momento de hacerme notar.

—Pero bueno, qué está pasando, nos hemos vuelto tarados o qué —digo sin mucha convicción.

Los orientales parecen no escucharme y siguen con su faena. Matilde me dirige una mirada a medio camino entre la ternura y la condescendencia que me desarma por completo.

—Cariño, no querrás que un espíritu maligno se quede en nuestro hogar para siempre. El maestro Fung hará todo lo necesario para limpiar la casa.

Decido volverme al dormitorio. Me quito la corbata y la tiro al suelo. Permanezco así, tumbado boca arriba en la cama de matrimonio esperando a que me venza el sueño.

Texto agregado el 03-10-2024, y leído por 156 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
04-10-2024 Si querías aludir al cuento de Carver debiste entrecomillar. No le veo el caso de apropiarse de una frase tan intrascendente sin dar el crédito al autor. Gatocteles
03-10-2024 Vos entendés que la primera oración de esto es la misma que la (traducción al español) de "CATEDRAL" de Carver, ¿no? Te dejo la original: This blind man, an old friend of my wife’s, he was on his way to spend the night. guy
 
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