En la penumbra de una calle empedrada, dos damas hermosas y elegantes susurran entre risas. Su mirada despreciativa se posa sobre un hombre que tropieza, un borracho cuya existencia parece ser la encarnación de la vergüenza. Con pasos inestables, él se detiene frente a una flor marchita, un símbolo de belleza efímera en un mundo que lo ha olvidado. Sus lágrimas caen pesadas, desgastando el pavimento, mientras su corazón se quiebra bajo el peso del desamor y la soledad.
Sin embargo, ¿quién se atreve a mirar más allá de su estado? Las damas, con sus vestidos de seda y sonrisas arrogantes, lo llaman “ebrio”, “escoria”, “miserable”. Ignoran que, tras esas palabras crueles, se esconde su propia miseria. En su desprecio, reflejan la vacuidad de sus almas; el juicio severo se convierte en una cortina, detrás de la cual se ocultan sus inseguridades y temores. La verdadera escoria no reside en el hombre que lucha contra sus demonios, sino en quienes, desde las alturas de su aparente perfección, despojan al otro de su dignidad.
El borracho, herido y quebrantado, es víctima de las decisiones que han llevado su vida a este punto, pero en su sufrimiento late una humanidad genuina, una conexión palpable con el dolor. Las damas, en cambio, se atrincheran detrás de su superficialidad, ignorando que su elegancia es solo un disfraz que oculta la falta de empatía y compasión, una escenografía para un teatro donde nadie quiere ver la verdad.
Así, el destino parece burlarse: un hombre perdido en su dolor, mientras quienes lo condenan caminan con corazones vacíos. |