Un día después de cenar ella me dijo sin darle mucha importancia: "me voy, pasaré algunos meses fuera de mi" y sin siquiera pestañear los dos seguimos viendo la televisión en una rutinera hipnosis que ya no nos incomodaba a ninguno.
A esas alturas, aunque escuché su sentencia, no le di mucha importancia, pero, ahora debo confesar que esa frase me llamó la atención, sin embargo, entre la entretenida (yo también pienso lo mismo que tú sobre los adjetivos) película que estábamos viendo y el no querer entrar en una bizantina (sic) discusión, que bien sabía que no resolvería nada, lo dejé pasar. Terminó la película, terminó la jornada, terminó el día y nos fuimos a dormir con uno de aquellos que explotan bien cerca de la mejilla, pero sin derecho a roce.
Al día siguiente ya me había olvidado de lo ocurrido. Amaneció, ella extrañamente desde la última vez, exactamente el día anterior, se había levantado antes y ya hacía tiempo que andaba de un lado para otro y entre abrir puertas y mover cosas a doquier, parecía esmerarse por terminar de despertar al día y por extensión a todos los demás moradores de la casa.
Al principio, salvo por el hecho de haberse despertado tan temprano y comenzar a hacer cosas, nada me pareció diferente a tantos otros días en los últimos, muchos años desde que un noche eufórica, antes de conocernos, nos reconocimos los dos en una asonancia que hasta hoy reverbera a los dos.
El buenos días que ella me dio al despertar esa mañana no tenía la alegría de aquel famoso himno de Beethoven, pero, después de tantos años de convivencia nuestros gestos de cariño se habían vuelto bastante austeros y la costumbre, ya ni nos permitía sorprendernos por esos exiguos saludos que nos intercambiamos.
La mañana, tiempos de pandemia, transcurrió normalmente, aunque las miradas esquivas me despertaron una vieja duda que desde hace mucho tiempo me rondaba la cabeza: "dónde un día hubo un resentimiento siempre puede haber alguno más".
Hacía tiempo bastante que sabía eso y prefería no pensar en ello; empujar la vida con la menor violencia posible, entre la inercia y un quietismo controlado que nos dejaba a cada uno en su lugar sin mayores sobresaltos, era mi modo de entender una relación que un día idealice, entre el socorrido "por fin la encontré" y el comodismo de un "por qué despertar de este bello sueño".
Ahora que ese beso matinal y el “no te tardes mucho en ir a dormir" era una nostalgia del pasado, la jornada transcurría tranquila, sin más sobresaltos que la posible e indeseada vuelta a la cordura que a veces me atormentaba.
Sin embargo, cuando llegaba la época del sobresalto, las circunstancias cambiaban considerablemente y todos los actos del día, antes tan apacibles, cambiaban bruscamente y en una secuencia que se repetía ya hace muchos años indefectiblemente. Sin más beso matinal, sin el más cordial buenas noches, el día se volvía noche y el cotidiano amanecer irritado ya ni siquiera se atrevía a pedir un poco más de respeto. Los pasillos de la casa se convertían en el laberinto donde la bestia de dos cabezas espera a su desvelada víctima; un sinuoso camino entre la silente paciencia y el reprimido grito de desesperación.
Con la mirada perdida del deseo indeterminado, que intenta encontrar un sentido hace ya mucho tiempo extraviado, en ese periodo de ausencia mutua, las palabras que ella me dijo encontraban su significado y salvo por el corte provocado por alguna arista más afilada, la calma se apoderaba de la situación y el efecto anestésico era la mejor, era la más cómoda solución encontrada a ese nuevo estado.
La degradación y el estado de abandono componían ahora el retrato desolador que contrastaba con aquel, que pocos días atrás fuera una armonía de voces arregladas que bien podrían parecer la más hermosa unión, el eco de un antaño tan distante que hasta la memoria ya debía haberlo olvidado. Pero el efímero recuerdo ya no sería más recordado.
Siempre deseé que esta historia no fuera mi historia, lamento del poeta que inventa otras realidades y en otros mundos que proyecta un sueño que como como aventajado visionario insatisfecho busca una salida para ese mundo sin
encontrar otra fuga que unas letras regadas que se disipan en la madrugada para volver con el amanecer de un nuevo día que se repite hasta el infinito. Pero la realidad a veces supera la ficción.
Hoy, en el más imprudente acto de valentía,
salí de mi, corrí atrás de mi pasado en busca de un audaz auxilio. Preparé mi equipaje con mi más selecto cuidado, con ayuda de una gentil Mnemósine rescaté mis recuerdos y como quién escoge las mejores rosas para el mejor ramo, para el mejor homenaje, para el canto más agradecido. La memoria debía ser mi aliada, mi más prudente y reveladora consejera.
Pero yo nunca pensé que por debajo del jardín florido, del sedimentado sentir de un amor tan longevo, de esa imagen idealizada por la sana costumbre, en ese retrato coloreado reposaba un magma ardiente siempre dispuesto, siempre preste a emerger. No podía imaginar que bajo la aparente paz latía una roca líquida que nunca descansa, una falla tectónica lista para moverse y desordenar lo que nunca estuvo ordenado.
Nunca me había parado a pensar en el viejo dicho que mide la corta distancia entre el amor y el odio, entre la serenidad y la tormenta y esas ausencias de si eran como la distancia acústica que mantiene viva la llama del amor entre los hombres de mar y aquellas mujeres que entonaban y entonan sus cantigas de amigo, ese amor distante que siempre creí ser una llamada a la vuelta y no un ardid vengativo y malévolo. La más dura canción de escarnio.
Hoy, ajeno a todos los posibles sentimientos, me evado en la distancia, en el acercamiento controlado de un Mário desconsolado, entre la mejilla y la zona de confort que precede al escudo protector que los años fueron edificando.
Ese nuestro gentil abrazo que no es algo fácil de traducir; próximo y distante a la vez, un eco sin voz que yo mismo interpreto como una salida necesaria.
Descubrimos que la distancia es la salida más recurrente para mantener próximo el sentimiento, el deseo. La frontera de nuestro amor es un pasaporte que no necesita ya más sellos, el límite permitido entre dos ciudades vecinas que reconstruyen sus ruinas entre la memoria selectiva y una celebrada utopía sin ideología.
Una proyección idealizada que, en la atemporalidad de ese entrelugar, reaviva un paraíso perdido que un día después de la pasión se nos fue de las manos y en la deriva de los años pasados y venideros creamos una fantasía como una quimera posible, pero vivir en la ignorancia no siempre te hace más sabio.
Aunque cada una miraba a su lado, al final nuestras miradas terminaban encontrándose por los pasillos de una memoria intrusiva que se resistía al olvido, al tercer grado de un delito no cometido.
(Continuará, claro)
JIJCL. 22 de septiembre de 2024. |