Durante mi noviazgo con Agostina, me limité a llevarla a pasear al cine, donde de paso yo también me divertía. Y, por qué no, también a ver partidos de fútbol. Yo tenía entendido que el amor es compartir, y mi gran pasión para compartir era el fútbol. Lástima que Agostina no tuviera ese estilo de pasiones, porque de ese modo, tal vez, hubiera valorado mucho más la camiseta y los banderines que yo le regalaba con mis colores del alma.
También la llevaba a comer a un bodegón donde servían un plato que a mi me gustaba mucho, y donde daba por sentado que Agostina también la pasaba regio. Debo reconocer, sin embargo, que mi punto débil venía por el lado de las flores y los bombones, porque casi nunca le compré esas cosas a Agostina, ni siquiera para nuestro tercer aniversario, cuando en lugar de flores y bombones le regalé un ticket para ver el superclásico del fútbol argentino.
Yo algo intuía, algo que tal vez se estaba dibujando más y más en los gestos de Agostina, una disconformidad y aburrimiento cada vez más patentes. Hasta que un día cayó la gota que revalsó el vaso y Agostina me reprochó tantas cosas juntas. Me acusó de que yo no la tenía en cuenta, de que no le hablaba de nada interesante, y de que no le regalaba nada aparte de esos tickets de fútbol pedorros, deporte violento donde la gente insultaba a todo el mundo y donde Agostina ya no quería asistir más. Yo le dije que me gustaba ir a ver el fútbol en compañía suya, pero ella me respondió que eso no era romanticismo, sino puro egoísmo. ¿Puro egoísmo? le pregunté yo. Entonces Agostina me dio una cachetada fuertísima en la mejilla, después dio media vuelta y se marchó a su casa.
A pesar de eso, yo estaba relativamente tranquilo, seguro de que Agostina regresaría más tarde o más temprano conmigo, porque sin mí no tendría otro lugar adónde ir. ¿Quién la iba a querer más que yo? Me dediqué solamente a esperar a que volviera, pero los días pasaban y Agostina no volvía. Así transcurrió una semana sin una sola señal suya. Ya a la segunda semana empecé a preocuparme, porque el asunto parecía venir en serio. Entonces dejé mi orgullo de lado y la llamé por teléfono, pero descubrí que Agostina me había bloqueado. Después, como loco, fui a tocar el timbre de su departamento con un ramo de flores en la mano, pero Agostina no me atendió jamás. Pensé que se había mudado con alguna de sus amigas, sin embargo nadie me supo decir dónde se había metido Agostina.
Entonces, cada día, después de mi trabajo, comencé a esperarla en la puerta de su departamento con un ramo de flores. Por fin la vi salir un miércoles por la tarde. La corrí para pedirle disculpas, para que me diera una segunda oportunidad, pero Agostina me quitó el ramo de flores, después lo tiró al piso y finalmente lo pisoteó hasta hacerlo pedazos. No te quiero ver nunca más, me gritó.
Mientras regresaba tristemente a mi casa, noté que mis ojos estaban húmedos. Hacía mucho tiempo que no lloraba por nadie, aparte de mi club de fútbol. Pero yo quería recuperar la compañía de Agostina.
Por eso le pedí consejos a una amiga. ¿Qué tenía que hacer yo para recuperar el amor de una mujer? Sin embargo mi amiga me dijo de malas maneras que ya era demasiado tarde para recuperar a Agostina, que lo más lógico era que ella se marchara para siempre de mi vida, por culpa de mi conducta egoísta. De vuelta le rogué que por favor me diera algún consejo, alguna esperanza, pero mi amiga no quiso hacerlo. Al contrario, me recalcó que yo tenía bien merecido lo que me estaba ocurriendo.
Entonces le pedí consejos a mi amigo Samuel, quien estaba casado hace muchos años con la misma mujer. Además, él también era futbolero, por lo que su experiencia me serviría de ejemplo. Su consejo fue sencillo. Según él, lo que me faltaba era sensibilidad romántica, algo que les falta generalmente a los hombres. Él mismo había sufrido esa carencia durante muchos años, la cual pudo superar gracias a algunos trucos que otro amigo le había enseñado. Claro, cada caso era excepcional, me dijo. Entonces Samuel se agarró la barbilla, pensando profundamente, y al final me dio su veredicto. La solución era un taller de poesía. Yo tenía que ablandar mi espíritu asistiendo a un taller de poesía. Yo le dije ¿¿¿quéee???
A pesar de mi reticencia inicial, mi amigo Samuel logró convencerme. Entonces me puse a bucar un taller hasta encontrar uno de poesía contemporánea. Me inscribí y a la semana siguiente asistí a mi primera clase. Hasta ese entonces yo nunca había leído poesía. Esas palabras escritas en versos me parecían una pérdida de tiempo. Pero bueno, le hice caso a mi amigo Samuel.
Lo primero que llamó mi atención fue que en la clase de poesía asistían casi todas mujeres. Eso me gustó. Quería decir entonces que las grandes consumidoras de poemas eran ellas. Mi amigo Samuel no estaba tan errado.
En mi primera clase, la profesora me dio la bienvenida. Yo me sentí un poco incómodo por eso. Después la profesora abrió un libro y dijo que hoy íbamos a leer poesía española contemporánea. La verdad que sus palabras despertaron mi curiosidad. Y a continuación la profesora recitó:
"Quien ha visto llegar una tormenta,
ya conoce mi vida."
La profesora añadio:
"verso de Benjamín Prado."
Ese verso logró impactarme, tal vez porque mi vida era así, parecida a una tormenta. Me gustó que ese tal Benjamín Prado se sintiera una tormenta, igual que yo.
La profesora continuó:
"En un segundo
cambia la luz,
la arena
huele a barcos mojados;"
Toda la clase suspiró y yo pensé wuawww, qué palabras más copadas. Quizás la poesía había empezado a gustarme.
Mi problema surgió cuando la profesora pidió opiniones sobre los versos que acabábamos de leer. Casi todos levantaron la mano, menos yo. Entonces la profesora me preguntó qué opinaba el alumno nuevo, entonces yo me puse todo colorado, sin saber qué decir. La profesora me dijo te voy a ayudar un poco. Entonces me preguntó cómo me había sentido al escuchar ese primer verso ("quien ha visto llegar una tormentaya conoce mi vida"). Le dije que "identificado", porque a veces me sentía como una tormenta, sobre todo cuando iba a la cancha a ver a mi equipo preferido. La profesora me dijo qué bueno, ¿y en qué otras situaciones te sentís una tormenta? Entonces yo me acordé de Agostina y los ojos otra vez se me humedecieron.
Cuando la clase estaba finalizando, la profesora nos pidió que para la semana siguiente trajéramos una poesía escrita por nosotros mismos. Dijo que pensáramos en alguien o en algo que amáramos mucho y que eso nos sirviera de inspiración. Yo pensé en Agostina, claro. Pero me pregunté si yo la amaba tanto como para escribirle una poesía.
Le conté a mi amigo Samuel sobre la poesía que la profesora nos había encargado. Le dije que no tenía ni idea de como empezarla. Samuel me aconsejó que pensara en lo más lindo que tenía Agostina. Yo le dije los ojos. Entonces Samuel me recomendó empezar la poesía por ahí, por sus ojos. Porque los ojos de Agostina tenían una luz especial, una luz misteriosa que me había conquistado desde un primer momento. Por eso empecé el primer verso así:
La luz de tus ojos es misteriosa,
viene no sé de dónde,
pero llega al fondo de mi alma.
y porque quería que Agostina volviera a mi lado, escribí lo siguiente:
quisiera que me mires de nuevo con tu luz
para alumbrar mi camino de repente tan oscuro.
Por favor no te vayas.
Claro, comparados con los versos de Benjamín Prado, los míos eran más bien modestos, pero salían del corazón y eso era lo que valía. A la profesora y a los demás compañeros de clase les gustó.
Seguí asistiendo al taller durante un mes, y cada vez más extrañaba a Agostina, pero no tenía manera de comunicarme con ella. Se me ocurrió entonces escribirle el poema en una pancarta. Para eso contraté los servicios de Víctor, un profesional de las pancartas, y le pedí que escribiera lo siguiente:
Agostina:
La luz de tus ojos me llega todavía al alma.
Te extraño y te amo,
Sebastián.
Pero después de una semana Agostina todavía tenía mi teléfono bloqueado, y tampoco me respondía el portero eléctrico de su departamento. Entonces me pareció que lo mejor era doblar la apuesta. Le pedí a Víctor que me preparara diez pancartas para directamente tapizar la calle de Agostina con mi mensaje. Pero Victor me dijo que no podía colgar tantas pancartas en los postes de alumbrado, porque era demasiado trabajo.
Entonces le pedí a Victor que solamente me hiciera las pancartas, que después yo me encargaría de colgarlas. Las empecé a colocar de noche, cuando en la calle había poca gente. Enseguida me di cuenta de que Víctor tenía razón, diez pancartas era demasiado trabajo para una sola persona. Pero cuando por fin estaba colocando la última, vi pasar a Agostina, que miraba hacia arriba leyendo el mensaje de las diez pancartas. No me había visto colocando la última. Entonces le grité Agostina, mi amor, soy yo, Sebastián. En ese momento yo estaba a cinco metros de altura. Quizás debido a la emoción, trastabillé y caí al vacío frente a los ojos de Agostina, quien se tapó la boca con las dos manos. Caí encima de un auto estacionado. Agostina fue a rescatarme pero yo no podía moverme del dolor que sentía en las costillas. Con los ojos llorosos, Agostina me dijo que el mensaje de las pancartas le había parecido romántico y precioso. Entonces la luz de sus ojos me dio fuerzas para incorporarme, porque solamente la luz de su mirada podía hacer eso. |