Tras una mañana sin pena ni gloria en la oficina, llegó a casa y recalentó para escapar una crema de verduras y unas croquetas preparadas por su madre el día antes. Después de comer, se tumbó con la intención de hacer una media hora de siesta reparadora. Pero su cansancio, que le parecía se fraguaba con los años cada vez mas rápido, le sumió en un profundo y largo sueño. Al despertarse sintió la boca pastosa, la frente plomiza y los músculos laxos y desmoronados. Era evidente que el viejo despertador tenía que regir su tiempo de sueño, porque aquella tensión nerviosa de antaño que acertaba inexplicablemente a despertarle al borde del estrépito de la alarma se había disipado en él, desde que el jefe le anunciara, a puerta cerrada, su decisión de hacerlo fijo en plantilla. Las solícitas horas extras y los chivatazos, con la consiguiente antipatía de sus colegas, había coadyuvado el ascenso. Desde entonces vivía íntimamente seguro y amodorrado, cosa que a rachas de algún modo le inquietaba.
Se levantó de la cama, fue al baño y se sentó desplomado en la taza. El sonido del débil caño de orín le reconfortaba e incitaba sus discursos más enrevesados: «Al menos este hábito no lo he perdido ¿por cuánto resistirá? ¿Se perderá como los otros?» e inspirado por el gorgoteo comenzó otra vez a musitar los versos acostumbrados: «Mirar el río hecho de tiempo y agua / y recordar que el tiempo es otro río…» (*) Calló. Debía observarse, estar prevenido de sí mismo. Ese excesivo deleite en recitar en alto que chispeaba en inesperados momentos del día no presagiaba mucha cordura. Una tía suya comenzó así y ya no hubo quién parara su soliloquio delirante. Se apuró entonces mientras volvía a contemplar su vida recorriendo ese mismo orden infame: nula planificación, exceso de deleite, culpa y finalmente una ridícula urgencia precipitada. Al levantarse su imagen brotó en el espejo de al lado. Se acercó, abrió bien la boca y se inspeccionó la dentadura. «Me tenía que haber lavado los dientes antes de tumbarme» recomenzó «el sarro me trepa visible ¿Debo volver al hilo dental y los colutorios, a las dos duchas al día, a las toallitas húmedas? Esta noche empiezo sin falta al menos con el hilo. No se precisa tiempo para esa limpieza. Aunque por tiempo no es, ni por falta de voluntad ¡Olvido! Es el olvido que lo desplaza y sustituye todo. ¡Y prisa! Olvido y prisa destruyen los hábitos sanos de cualquiera y luego parece inalcanzable mecanizarlos de nuevo» Se puso de perfil y ahí, sin remisión, la flacidez abdominal galopante acusaba para su tortura. Se alarmó: «Es momento ya de empezar el estricto entrenamiento diario. Esta hora es buena para ir a nadar, sí, —vivía a unos pocos metros de la playa— aún no oscurece tan temprano. Natación unos días y carrera de fondo otros, puede ser una buena opción para complementar el gimnasio de la semana. No me vendría mal apuntarme a una clase guiada, antes de seguir por mi cuenta, aunque haga el ridículo delante de algunas mujeres que llevan más tiempo. Da igual. De todos modos, la mayoría de las mujeres de hoy, al menos las maduras, las hechas y derechas, las que pueden entenderme, saben que uno está en un proceso y no en resultados inmediatos. Es cuestión de disciplina, de voluntad, de no procrastinar ¡Procrastinar! ¡Qué palabra horrenda y ridícula! Es más fácil decir posponer, retardar, no enfrentar ¿Quién la inventó? ¡De Nobel, vamos! Estamos en una falsa época de precisión técnica» bufó en alto.
Salió del baño y fue al salón. Se asomó a la ventana. El cielo encapotado no amenazaba su lluvia inminente «La playa estará perfecta para empezar a nadar. Media hora cada dos días: ese será el plan, sí. Quizás empiece mañana… ¿Mañana?…» Entonces el mismo episodio que siempre lo delataba obnubiló sus sentidos: un amigo, en unas fiestas taurinas, allá en su tierra extremeña, se había envalentonado y echado al ruedo. El morlaco liberado para la ocasión lo había zarandeado como a trapo en tierra y aunque la escena vaticinaba lo peor, el amigo apenas lució rasguños al final del lance. Él, en cambio, paralizado por el horror y sin poder asistir al otro, tras haber vivido con impotencia todo desde el burladero, casi más como víctima que como testigo, era quien lucía en su interior un estigma, de inferioridad y oprobio, inconfeso «¿Acaso, no he sido eso en mi vida? Alguien parapetado tras un burladero, parloteando sobre la conveniencia de pasar a la acción. Algún día habré de empezar el cambio. Honestidad, no me falta. Pero ¿esto no es el mismo discurso, otra idéntica teoría sobre mí mismo para evitar echarme al ruedo?» Era agotador. Miró de nuevo el nimbo gris apacible «Pero ¿por qué no empezar a nadar hoy mismo? ¿Por qué no ahora mismo?¿Tengo algún otro plan acaso?»
Como las circunstancias visibles le comprometían consigo mismo y no quería verse por debajo de su obligación, se habló en un tono afectadamente decidido para darse brío y se predispuso a tomar los enseres de playa que estaban en el baño. Pero al pasar frente a la puerta de la cocina, miró a la encimera y se percató que estaba sucia. No solía abandonar la casa, dejando ciertos detalles irresueltos: sabía que le mortificarían puntillosos ya afuera. Así que tomó un paño, un bote con dispersor y roció la superficie. Iba frotando «He dejado de cocinar con dedicación. Esta noche me haré una buena cena ¿Por qué no cocinar para mí como lo hice en su momento para Gloria? ¿No debería ser algo que hiciera por amor a mí mismo? ¿Cómo pretendo entregar mis virtudes a una futura novia, si no me las concedo ni a mí mismo? Es pura inconsecuencia, pura falsedad. Una mujer con cabeza huele pronto esa impostura, e intuye en ella, la desesperación de la rancia soltería, el miedo a la soledad; y quien se hace sospechoso de su terror a la soledad, es visto casi peor que un criminal. No hay nada más espantoso que te imaginen desesperado, haciendo de lo último por complacer, agotando tus últimos cartuchos por salvarte de la soledad sin sentir nada de lo que haces…» El recuerdo del propósito con el que se dirigía unos minutos antes al baño le había interrumpido. Aceleró el acabado de la limpieza: nadar media hora era el objetivo primero de hoy.
Pero dicho objetivo no podía quedar como hijo sin hermanos. Otros propósitos debían sucederle para ocupar la tarde. Debía hacer un plan completo que sirviera para esa tarde y las sucesivas. Dejó el paño, fue a su despacho y en una pequeña libreta sobre su escritorio apuntó a modo de borrador improvisado:
17.00 p.m. natación;
18.00 p.m. ducha y tareas domésticas;
19.00 p.m. trabajo de oficina;
20.00 p.m. lectura y estudio;
21.00 p.m. escribir;
22.00 p.m. cena, televisión, dormir…
Observó el plan y sintió en orden y, como esperándole, lo que restaba de día. Una fuerza de voluntad perdida regresaba. Tal vez esas breves notas fueran el nacimiento de una nueva etapa más disciplinada, más audaz, más enfocada, más economizada. Nadar, estaba reseñado en la hoja. Nadar, eso haría hoy, ya, ahora mismo. Y se dijo que a eso se había iniciado. Un presentimiento de cambio, aires nuevos parecían soplar en el horizonte siempre desvaído. Tomó los enseres —gorra, chaqué, tapones, gafas, el cronómetro acuático, toalla—, lo dispuso todo en una bolsa y salió de la casa con apremiante impulso.
En la calle las ráfagas de viento frío le recibieron inclementes y le hicieron sentir una ligera caída en su verde determinación. No se amilanó. Siguió caminando, como a paso marcial, manteniendo la impavidez que se había jurado, no ya para hoy, sino para toda la vida. El pecho se le enfriaba a cada zancada apenas defendido por una fina camisa. No importaba, se decía. Cuando se asomó al pretil de la avenida que bordeaba la playa contempló el estado deplorable del mar que hasta allí lo había traído. Las olas de gris mercurial, turbias de fondo removido, formadas desde la planicie gris y lejana, avanzando como poderosas lomas de agua primero, retorciéndose como músculos punzados por un dolor después, desbaratándose en altura y estruendo al contacto con la arena dormida, y retrocediendo finalmente como con un ansia de arrancar de allí la playa, la avenida y todo ser viviente si fuera necesario.
Ante aquella inesperada visión, comprendió impracticable lo primero anotado y en consecuencia, todo el plan sucesivo. Hizo un insincero gesto de fastidio y dando media vuelta regresó por donde vino festejándose mas conforme consigo mismo que decepcionado.
(*) Primeros versos del poema titulado «Arte poética» de J. L. Borges.
David Galán Parro
6 de septiembre de 2024 |