En medio de una noche tormentosa y lúgubre, la sombra de una presencia desconocida se alzaba en los confines de la mente de alguien cuya existencia cruzó brevemente con la suya. No había nombre, ni rostro real, solo el eco de su sufrimiento resonando en los corredores de la memoria.

La historia comenzó con un llamado urgente, un mensaje velado sobre un ser al borde del abismo entre la vida y la muerte. Cada noticia emitida desde la otra línea telefónica ampliaba el misterio de aquel ser anónimo. Sus enfermedades, su agonía, su familia desgarrada por la incertidumbre, todo se entretejía en una narrativa oscura que iba cobrando forma en la mente del observador distante.

A medida que las horas pasaban, el sufrimiento ajeno se volvía más tangible, más real. En la adolescencia de este conocimiento efímero, el ser sin nombre luchaba por un hálito de vida que parecía desvanecerse en cada latido. Al mediodía, la gravedad de su estado se mantenía inalterable, como una sombra que se cernía sobre la habitación vacía.

En la tarde, la certeza lúgubre de su destino se hacía palpable, como un presagio de muerte inminente que colmaba el aire de pesar y angustia. Y cuando las campanadas del reloj marcaron las ocho de la noche, una llamada funesta anunció su partida definitiva al umbral de la eternidad.

Nunca hubo un encuentro físico, nunca se cruzaron miradas, pero en el tejido de la imaginación del observador solitario, el ser sin nombre cobró vida, gestos, una historia truncada por la sombra de la muerte. En veinticuatro horas nació y murió, dejando tras de sí un rastro de dolor y melancolía en la mente de quien lo vio danzar en su agonía, extinguirse como una estrella fugaz en el firmamento oscuro de la noche.

Y así, la historia sin final, el relato sin conclusión, se convirtió en un eco atemporal