El carnicero arrea al enorme puerco, lo fuetea con una vara para que siga caminando. Apenas puede moverse; su peso lo sofoca. El sonido seco de la vara al golpear su piel zumba en el aire, mezclándose con el quejido del animal. El puerco se sienta, tiembla. «¡Déjalo descansar!» le grita una señora. «¡Solo finge!» responde el carnicero, enfadado, y vuelve a golpearlo. El porcino intenta levantarse, pero sus patas, temblorosas, ceden y lo hacen rodar. Sus ojos, dos rayas brillantes, sugieren un llanto que no llega. Una niña le arroja un vaso de agua, y el gemido cambia, como si agradeciera.
El cerdo no quiere morir; sabe que su destino está sellado, pero se resiste, tratando de retrasar su final. Echado en el suelo, soporta los varazos con estoica resignación. Ya no intenta levantarse. El carnicero, impaciente, sabe que debe encontrar otra forma de llevarlo a la mesa del sacrificio. Mañana, en la plaza del pueblo, la gente pedirá carne de cerdo para condimentar con especias, sal y chile, o para salar y secar al sol, pues no hay refrigeración. El olor acre del sudor del tasajero se mezcla con el polvo del camino. El cerdo, por su parte, ha defecado, y el hedor dispersa a los curiosos que observaban la escena.
El puerco sabe que el final está cerca; su gemido se vuelve un llanto desgarrador, como el de un niño que ha perdido a su madre. Entre varios hombres lo suben a la mesa. Antes del sacrificio, una señora le lanza agua con una cubeta y un borrachín, en silencio, le acerca a la trompa un generoso trago de caña. El cerdo, quizás, entiende este último gesto de compasión en medio de tanta crueldad.
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