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Cuando se hicieron las ocho de la noche, todavía estábamos en viaje de regreso. Adentro del auto solamente se escuchaba una canción en la radio y el motor a todo lo que daba. Después de la música, se oyó la voz grave del locutor dando las noticias, anunciando algo que al principio me pareció un chiste, pero que en realidad no lo era. Dijo que un león se había escapado del zoológico. Eso había ocurrido en horas de la tarde y todavía no habían podido atraparlo. Al principio me dio un poco de miedo porque Agostina y yo vivíamos a una cuadra del zoológico y porque en el fondo de nuestra casa teníamos un gran jardín donde cualquier león hubiera podido esconderse fácilmente. Pero después me imaginé que las autoridades y la policía estaban haciendo grandes esfuerzos por encontrar al felino y en cualquier momento lograrían su capturar. De reojo miré a Agostina para ver su reacción ante la noticia. Yo tenía ganas de decirle que bajara la ventanilla, ya que era peligroso por motivo del león, pero no me animé a decirle nada.


Porque antes de regresar a casa, con Agostina habíamos discutido fuertemente otra vez por nimiedades. Por esa razón había prendido la radio del auto mientras Agostina miraba ostensiblemente por la ventanilla, como si las tristes postales de la ciudad le ofrecieran mejores cosas que mi conversación. Lo peor era cuando parábamos en un semáforo. Agostina suspiraba, y yo interpretaba esos suspiros como un "no tengo más ganas de estas discusiones, no tengo más ganas de estar aquí". Y la verdad era que yo tampoco tenía más ganas, pero las cosas se daban así, aunque el resultado fuese ese difícil silencio que se cortaba con cuchillo.

¿Por qué peleábamos tanto? Esa pregunta era difícill de responder, pero a veces paracíamos perro y gato. Hacía falta un pequeño desacuerdo para que se desatara una discusión. Y, claro, me daba bronca que Agostina siempre tuviera la razón, que pronunciara siempre la última palabra.

En la radio ahora estaban pasando una vieja canción de Cindy Louper. Después se escuchó otra vez la voz del locutor ampliando la noticia del león que se había escapado del zoológico. Dijo que aparentemente la policía lo tenía cercado y que faltaba poco para que lo capturaran. Yo me puse contento y sin querer la miré a Agostina, imaginando que también ella reaccionaría igual. Pero Agostina seguía mirando por la ventanilla. Y lo más grave (incluso más grave que la noticia del león) era que yo no sabía cómo reconciliarme con Agostina. Porque ni siquiera la noticia de la radio había logrado que ella me dirigiera la palabra.

Faltando poco para llegar a casa, paramos en el último semáforo. Vi que un vendedor ambulante se acercaba por el lado del acompañante. Afuera hacía mucho calor y Agostina llevaba la ventanilla baja. Cuando el vendedor le ofreció unas golosinas, Agostina dijo que no, gracias, entonces el vendedor dijo ok y se marchó, pero a los pocos metros dio la media vuelta para decirnos que tuviéramos cuidado porque un león se había escapado del zoológoco (a esa altura del viaje el zoológico estaba a dos cuadras de distancia), y añadió que era peligroso llevar la ventanilla baja. Agostina le dio las gracias y la subió. Entonces yo me quedé un poco resentido con eso. Porque Agostina le hizo caso a la recomendación del vendedor mientras que a mi me hubiera ignorado por completo. Yo estaba seguro de eso.

Mientras tanto en la radio, al final de otra canción, el locutor de nuevo anunció que el león seguía sin aparecer. Dijo que las autoridades estaban desplegadas por todo el barrio con escopetas y dardos tranquilizantes. Yo me imaginaba a una persona enfrentándose a un gran león con solamente un dardo tranquilizante. Eso era un suicidio porque el dardo tardaría en hacer efecto y eso le daría tiempo al león para comerse a la persona que le hubiera disparado. En esas cosas iba pensando yo mientras doblaba la última esquina para llegar a casa.

Cuando terminé de hacer la maniobra para estacionar el auto, vi que las ramas de la ligustrina se movían. Agostina no se dio cuenta, y tal vez por eso fue la primera en abrir decididamente la puerta del acompañante y salir. Yo me quedé mudo. No quería bajarme del auto hasta que las ramas de la ligustrina dejaran de moverse. Las palabras no me salían y observaba todo como en cámara lenta. Agostiba ahora caminaba por la vereda en dirección a la puerta de casa, con las llaves en la mano, mientras yo todavía seguía encerrado en el auto, paralizado y sin poder advertirle de nada a Agostina.

Logró llegar a la puerta, meter la llave en la cerradura, darle la vuelta e ingresar a la casa sin ningún problema. Me di cuenta que Agostina no sentía el peligro como lo sentía yo. Se mostraba decidida en cada movimiento que hacía, y tenía la misma cara de enojada que había tenido durante todo el viaje de regreso. Cuando vi que desde adentro prendía las luces de la vereda, yo todavía seguía adentro del auto, muerto de miedo. Miré para todos lados a través de las ventanillas pero no vi ningún movimiento en la calle. Entonces observé que Agostina prendía las luces de la casa y bajaba aún más las persianas que daban a la calle.

Tal vez transcurrieron cinco minutos así. Yo en el auto sin animarme a bajar y Agostina adentro de la casa, seguramente a punto de darse una ducha. Siempre se duchaba cuando terminábamos de pelear, como si quisiera limpiarse de algo que le molestaba por encima de la piel. Por otra parte, mi costumbre era tomarme unos mate con el agua bien caliente, como si el agua caliente me pudiera quitar algo que se me acumulaba al nivel del estómago, esas maneras que cada uno tiene de seguir adelante, como los gatos o los perros cuando les duele el estómago y buscan curarse ingeriendo hierva tierna.

Me asombré cuando miré el reloj, habían transcurrido alrededor de diez minutos y yo todavía no me había animado a bajar del auto. Claro, la noche había caído y la ligustrina seguía moviéndose. Era muy peligroso salir, andar por la calle que, dicho sea de paso, estaba desierta. Me imaginaba a toda la gente en sus hogares mirando la televisión, siguiendo los pormenores de la caza del león. Lo mismo les ocurriría a los que escuchábamos la radio, casi paralizados frente a la voz del locutor que irrumpió de nuevo y dijo que el león seguía sin aparecer a pesar de que era intensamente buscado. Añadió que había aparecido un perro descuartizado cerca del zoo, una pista clave para seguirle los pasos al felino, que seguramente dejaría en su camino escenas semejantes.

Mientras seguía en el interior del auto me imaginaba a Agostina adentro de casa, saliendo del baño envuelta en un toallón, en dirección al dormitorio donde seguramente agarraría su teléfono para escribirle a alguna amiga. Yo me preguntaba si a Agostina le importaba que yo siguiera adentro del auto sin animarme a bajar, o tal vez pensara que yo estaba tan enojado que no quería entrar a la casa, para no cruzarme con ella hasta la hora de irnos a dormir. Porque ya había ocurrido que, después de pelearnos, yo me iba de la casa para tomarme algo por ahí y regresar solamente cuando Agostina ya se había acostado. Entonces me tiraba a dormir en el sofá hasta al otro día.

Otra vez miré el reloj, habían pasado quince minutos más. Con todas las ventanillas subidas, desde el interior del auto me pareció que la ligustrina de casa se seguía moviendo, razón suficiente para decidirme a no bajar todavía del auto. Vi que de a poco las luces de casa se iban apagando una a una, mientras que en la calle no pasaba ningún peatón. De repente la puerta de casa se abrió y era Agostina que había asomado la cabeza con cara de enojada. Me dieron ganas de gritarle algo, advertirle que cerrara la puerta y se metiera adentro porque la ligustrina todavía se estaba moviendo. Pero me imaginé que Agostina me respondería con un gesto un tanto despectivo, que era lo mismo que acusarme de cobarde o de algo similar.

Entonces Agostina hizo algo que me dejó helado. Salió a la vereda. En la calle no había ni un alma caminando, y yo no podía entender cómo Agostina no se daba cuenta del peligro que corríamos. Llegó hasta el auto, entonces yo le bajé un poco la ventanilla para advertirle de la ligustrina pero, sin permitirme pronunciar una sola palabra, Agostina me solicitó enérgicamente que me bajara ya mismo del auto. Después dio media vuelta y atravezó la vereda para ingresar de nuevo a la casa mientras yo miraba solamente en dirección a la ligustrina. Agostina dejó la puerta de calle abierta para que yo entrara detrás de ella. Me pareció una locura hacer eso, más teniendo en cuenta que el locutor de nuevo hablaba por la radio acerca de lo peligroso que podía ser la mordida de un león...

Entonces bajé del auto solamente porque no podía soportar que la puerta de mi casa estuviera abierta mientras afuera había tanto peligro latente. Lo hice a toda velocidad. Recuerdo que cuando estuve finalmente adentro, apoyé la espalda contra la puerta con la respiración muy agitada. Agostina se había metido en el dormitorio, de donde salió para mirarme así, de vuelta con esa cara de enojada. Inmediatamente me preguntó de malas maneras por qué no había bajado las cosas del baúl del auto. Entonces me acordé de la reposera, de la heladerita con los refrescos, del mantel, de las raquetas, de todo eso que habíamos cargado en el baúl para tener un hermoso día de campo.

Siempre que íbamos a pasar un día al aire libre llevábamos las mismas cosas. Y, al regresar, la rutina también era siempre la misma. Levantábamos la tapa del baúl del auto para sacar todas las cosas que habíamos cargado para "divertirnos" al aire libre. Pero este domingo no era un domingo cualquiera, se podía oler en el aire. Me acordé que la radio del auto había quedado prendida, y sin embargo eso no me importaba tanto como tener que salir otra vez a la calle. Por eso me hice el tonto para que los minutos pasaran y Agostina se olvidara del asunto. Pero mientras iba a la cocina a calentar la pavita para el mate, Agostina me vio y me preguntó, levantando bastante la voz, si ya había bajado las cosas del baúl.

No me quedó otra alternativa que intentar salir a la calle. Dudé, dudé mucho. Si hubiera sido por mí, las cosas se hubieran quedado en el baúl hasta el otro día, y listo. Pero Agostina tenía esas manías. Fue entonces que me decidí a abrír la puerta y llegar corriendo a la parte trasera del auto. No eran muchas las cosas que había que sacar del baúl pero demoraban su tiempo. En la calle no había nadie, calculé que ya debían de ser como las nueve de la noche, y que la gente en su casa seguiría mirando los noticieros para enterarse de si las autoridades ya habían atrapado al león.

Cuando abrí el baúl del auto me di cuenta de que, otra vez, "algo" se movía atrás de la ligustrina. Me quedé petrificado mirando en esa dirección, porque yo me había olvidado la puerta abierta de casa. Entonces al bajar la vista apresuradamente para agarrar las reposeras y la heladerita de los refrescos, escuché que las visagras de la puerta de casa giraban como si alguien las estuviera moviendo. La ligustrina ahora estaba quieta y yo me pregunté si había sido Agostina la que abrió más la puerta para que yo pudiera pasar con la heladerita y las reposeras. O si había sido otra cosa.

Sin saber muy bien por qué, afuera yo ya no sentía más miedo. Al contrario, lo sentía adentro de casa, cuando ingresé con las reposeras y la heladerita. En el aire del liveng se respiraba algo raro, algo más bien agreste, como si fuera el olor de la sabana africana, o al menos eso me imaginé. Agostina salió del dormitorio y de malas maneras me dijo que cerrara la puerta porque ya era bastante tarde para tenerla abierta. Yo la cerré y después la quedé mirando a Agostina como preguntándome si ella también había escuchado u olido lo mismo que yo. Pero al parecer no lo había hecho porque tenía el teléfono en la mano, con la intención de seguir con su vida normal.

Al pasar por el dormitorio, le pregunté a Agostina si había abierto la puerta que daba al jardín. Ella levantó la vista de su teléfono y negó con la cabeza. Entonces yo me pregunté quién podía haber abierto esa puerta. Casi resignado miré hacia el fondo oscuro del jardín lleno de plantas y luego fui a la cocina para tomarme unos mates.

Mientras sorbía los mates bien calientes, escuché que Agostina se preparaba para irse a dormir. Cuando terminé de tomar los mates y ordené todas las cosas en la alacena, escuché que alguien entraba por el lado del jardín y se metía en el lavadero. Pero yo estaba más resignado todavía, y no pensaba decirle nada a Agostina. Para qué, si ya era demasiado tarde y la situación no tenía remedio. Que ocurriera lo que Dios quisiera. Entonces agarré un par de sábanas y las tendí sobre el sillón y me dispuse a dormir. Recuerdo que hasta ese último momento me acordé de las autoridades y de la policía pero Agostina me hubiera preguntado a quién llamaba a esas altas horas de la noche, y cuando yo le respondiera lo que todo el mundo sabía, Agostina se enojaría y cerraría la puerta del dormitorio con fuerza. Y para evitar eso, decidí dormirme mientras me imaginaba que una melena grandiosa y unos ojos que brillaban en la oscuridad atravesaban el living.

...

Texto agregado el 03-09-2024, y leído por 132 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-09-2024 Creo que el le tenía más miedo a Agostina, que al León. Tete
10-09-2024 Creo que cada cual expresa el miedo de una manera diferente, unos son cobardes, otros indiferentes y los hay que lo enfrentan. Supongo que ante la incógnita de saber qué había de cierto el protagonista sufrió los tres casos. Me agradaría saber cuál ganó. Saludos. ome
 
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