La isla mágica.
El ancho mar, enamorado de la playa, la besaba dulcemente y con enormes olas dibujaba un collar de espuma en la arena que en complicidad con el sol se transformaba en el más hermoso adorno dorado envidia de tantas mujeres. Toda esta belleza hacía que la gente se sintiera feliz y se sintiera atraída por el mar.
Benjamín, un hombre de quizá cien años o muy cerca de cumplirlos, recostado en su cama recordaba…
Esos recuerdos lo llevaron a ochenta años atrás cuando aún era un muchacho demasiado joven para entender la vida y sus misterios, pero que ahora recordaba con claridad lo que entonces no pudiera ver.
A sus veinte años la playa y el mar eran su locura, con apenas un bote con dos remos se adentraba al mar sin temor, sin pensar siquiera en el peligro.
Cierto día, seguía recordando, fue tal su osadía que remó sin cansarse siguiendo el ritmo de unos delfines que parecían acompañarlo y allí, donde el mar y el cielo parecen unirse, donde el sol se esconde cada noche y sale al amanecer, allí vio algo increíble, aquello lo podía ver en su mente mientras recordaba y era tan real que imaginaba estar allí.
Una enorme isla cubierta de palmeras, vegetación increíble y flores del color del arco iris la adornaban y mientras se acercaba el perfume dulzón y adormecedor era el aroma más exquisito que jamás volvió a sentir.
Aquella isla estaba desierta, no había visto a ningún ser humano ni siquiera animales, aquello llamó su atención y quiso acercarse aún más, pero los mismos delfines que lo habían acompañado en aquel viaje de ensueño, suavemente fueron empujando su bote hasta llevarlo nuevamente a la orilla.
La juventud le fue borrando lo que había visto o creído ver y casi sin darse cuenta al volver a su casa ya no podía recordar aquella increíble experiencia, era como si su mente hubiera estado en blanco sin más recuerdo que los delfines y la calma del mar.
¡Cuántos años habían pasado, casi ochenta, una vida plena, inmaculada, honesta y sobre todo vivida con amor! Benjamín no estaba solo, sus hijos estaban con él, acompañándolo quizá en su última hora.
Todos le sonreían, aunque sus corazones lloraran, un padre como él no podía marcharse triste y no lo hacía, Benjamín estaba alegre, estaba seguro del lugar a donde iría, lo había visto, pero no era la hora de estar allí aquella vez.
De pronto, Benjamín se encontró en un lugar conocido, lo sabía por el perfume y por las flores de mil colores, hasta reconoció las palmeras, con la diferencia que ahora no estaba solo, la isla estaba repleta, pero no de personas, almas, tantas como la imaginación nos permita ver, almas que merecían el premio final y Benjamín lo entendió, había llegado al lugar que tantos buscan y que tantos otros jamás llegarán ni encontrarán, ese lugar que creemos es terrenal, pero que ahora lo entendía es… el paraíso, lugar de descanso de las almas que como la de Benjamín verdaderamente lo merecían.
Omenia
18/8/2024
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