Anoche me senté al lado de mi hermana Magdalena y encontré una imagen perdida del pasado. Y fue que cuando ambos estábamos por debajo de los primeros tres años de vida, algo marcó nuestra historia. Historia que iba por buen camino: entre árboles bailadores y el susurro del río. Mordiendo mangos y disparando semillas de limoncillos, después de haberlas desprendido de sus sabrosas envolturas con los caninos.

Y no sé sí fue durmiendo nuestro traslado al cuarto externo de una casa de la calle santa Ana con la 27 de febrero. Cuyo patio jamás vi. Ni cama, mesa, cortinas, fogón y banco. Pero sí jugué en el piso de la sala del hogar de dos amigos de siempre: Nelson y Chico Roque. Además puedo recordar el tierno vigilante ojo de su madre. También el cruce constante de sus piernas a nuestro alrededor.

Pero, luego de discurrida una parte para mi inmedible, llegó al rescate nuestra abuela paterna. Quedando aquel cuarto en el olvido. También cualquier resquicio de su existencia. Hasta que pasaron siete décadas. Y llegó la noche de anoche. Cuando salieron algunas figuras de aquel pasado oculto en un lugar misterioso de mi memoria.

Porque Magdalena había visto lo que yo no vi. Ó, tal vez, sí. Pero como lo que ocurre sin grabarse. Sin la constancia de que pasó. Y a mi lado renació una olvidada silla. Arrimada al tronco de un longevo roble. Con su impar conteo de patas y bajo la cansada tensión de su fondo. Cosas por las que fue forzada a ser compañera inseparable del viejo árbol. Y donde mi madre, equilibrando su perdida verticalidad con un pie suyo, daba el seno a mi hermana.

Y todo eso ocurrió anoche cuando Magdalena sé sentó a mi lado.