Un día, el joven Artur Estay partió desde su casa rumbo a Copiapó. Llevaba consigo una caja de zapatos con varios orificios. Dentro de la caja, dos palomas. Durante las dos horas de viaje, las aves se movían inquietas, ajenas a su destino. Probablemente, las condiciones del encierro habían desorientado su instinto natural de ubicación.Artur tenía una misión clara: entregar las palomas a una amiga. No estaba seguro si ella realmente deseaba esas aves, o si su interés había surgido durante una conversación trivial, espontánea, sin pensar en las implicaciones. Quizás, nunca creyó que Artur fuera capaz de llevar a cabo tal encargo: transportar un par de palomas de una ciudad a otra sin cuestionarse si era una locura, un gesto fraternal o un exceso de ingenuidad.Lo cierto es que las palomas llegaron a su destino, evitándose un final mucho más sombrío: la olla, después de ser sacrificadas, ya que en aquel entonces se comían palomas en la casa de Artur, donde vivían en un viejo palomar. Eligió a las más blancas, quizás por la pureza asociada a ese color, aunque tal elección pudo haber sido completamente azarosa, sin ningún significado simbólico.Al llegar a Copiapó, tras recorrer algunas calles y recordar la única vez que había estado en la casa de Yeny, Artur golpeó la puerta. Fue recibida por la madre, quien lo observó con sorpresa. Sin captar la intención romántica detrás de su gesto, miró la caja con curiosidad y un toque de desconcierto."No está Yeny, pero deja las palomas aquí", dijo la madre, con cierta indiferencia.Y eso fue todo. Artur nunca supo qué fue de las palomas. Si terminaron en la olla, jamás lo sabría. Años después, reflexionando sobre aquel día, su mente le ofreció una imagen: dos palomas volando libres sobre los cielos de Copiapó. No formaban corazones en el aire, pero él imaginó que volaban hacia el sur, recuperando su instinto, tratando de regresar a casa, víctimas de un regalo inesperado que Artur había ofrecido sin medir las consecuencias. |