Nunca fui un escritor profesional y tampoco quise serlo, pero de vez en cuando me sentaba a escribir cuentos. Mi novia Lucía no podía entender mi gusto por ese "hobby", lo encontraba absurdo, decía que la lectura estaba pasada de moda. Según ella, llegaría el día en que las librerías desaparecerían, y nadie que escribiera cuentos ganaría dinero. A pesar de ese punto de vista, Lucía me gustaba. Ella era linda, interesante y siempre tenía rico perfume. Cuando la visitaba en su casa nos sentábamos en el sillón a mirar televisión o a charlar. Pero a veces ocurría que Lucía me hacía un comentario y yo me quedaba sin responderle, en la luna, súper distraído, pensando absorto en algún cuento que ocasionalmente estaba escribiendo. Entonces Lucía se enojaba, me pegaba un codazo en las costillas y me retaba.
Yo sentía que en algunos períodos de mi vida tenía más alma de escritor que en otros. Lucía era incapaz de entender eso. Siempre se quejaba de que su papá también era así, tenía ese mismo defecto, muy distraído, siempre mirando la televisión sin prestarle atención al mundo que lo rodeaba. Lucia se imaginaba que conmigo la historia se repetiría y hasta se haría peor.
Y sí, había días en que, sin razón aparente, mis distracciones se multiplicaban. Lucía se enervaba conmigo. Tanto era así que me echaba de su casa y después se pasaba tres o cuatro días sin hablarme. Entonces yo la llamaba por teléfono desde mi casa, desde el trabajo y desde cualquier teléfono público pero Lucía no me atendía las llamadas. También iba directamente a golpearle la puerta de su casa pero Lucía no me abría. Ya cuando los días se me hacían largos y muchos sin ver a Lucía, le pedía a su madre que me ayudara a reconciliarme con su hija. Sin embargo no había caso, Lucía no quería.
Los cuentos que yo escribía a veces se transformaban en una obsesión. Literalmente me olvidaba de que había gente que me quería. Las ganas de encerrarme en mi casa para seguir escribiendo era más fuerte que cualquier otra cosa. Pero algo me seguía picando a nivel epidérmico, y era Lucía a quien yo extrañaba.
Recién al quinto o sexto día le llevaba flores (casi siempre rosas) y Lucía las aceptaba. Su mamá nunca me lo dijo, pero yo estaba seguro de que era gracias a ella que yo seguía de novio con su hija. Entonces, por obligación, me olvidaba de mis cuentos durante dos o tres días para solamente abrazar y besar a Lucía. Ella se mostraba cariñosa porque yo ahora no me distraía con nada, aunque me daba cuenta de que, de vez en cuando, Lucía me miraba con desconfianza. En el fondo ella pensaba que los hombres éramos todos iguales, que hacíamos buena letra por un breve período de tiempo y después recaíamos en nuestra conducta reprobable de siempre.
Ya era como un rito, que a veces dolía porque tenía que olvidarme de escribir, pero estaba seguro de que valía la pena por Lucía.
Entonces la llevaba al cine, también a bailar. Lucía se divertía como loca porque ahora tenía un novio exclusivamente para ella. Yo la veía caminar de mi brazo con una gran sonrisa en los labios, más perfumada que nunca. Estaba tan entusiasmada que cuando veía una flor la cortaba y se ponía a deshojarla. También arrancaba plumerillos, soplándolos para pedir un deseo. Mientras el plumerillo se deshacía en el aire, Lucía me miraba y casi me obligaba a pedir también un deseo. Yo la encontraba medio cursi pero igual lo hacía por ella.
Era obvio que Lucía necesitaba de mi atención y de mi tiempo. Las mujeres tienen ese universo para los hombres a veces desconocido, que las hace diferentes. Yo quizás entendí eso demasiado tarde.
Porque a la semana siguiente recaí otra vez. ¿La razón? Un cuento inconcluso que necesitaba de mi tiempo, claro. Yo me desesperaba por un momento libre para poder terminarlo. El problema era que ese momento libre se transformaba en horas y horas escribiendo. De nuevo me olvidé de Lucía y me distraje reiteradamente adelante de ella. No podíamos charlar con un café de por medio porque yo estaba en Babia. Lucía se enojó de vuelta. Se enojó tanto que estuvo una semana y media sin hablarme. Hasta me bloqueó de su teléfono. Pero, como ocurría siempre, yo empecé a extrañarla. Y también como ocurría siempre, por medio de su madre le hice promesas de amor eterno. Pero Lucía terminó dejándome.
Hoy escribo para recordarla.
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