La mamá
Vengo sola con mi hija enferma; apenas puede respirar. Rezo para que Dios bendito me ayude a llegar al consultorio del médico. Es como media hora de camino. Si no llega un transporte, el doctor cerrará su consultorio, y entonces, ¿qué haré? Llevarla al hospital sería lo único, pero nos tratan tan mal y siempre hay mucha gente. Escucho el resuello de mi hija, y tengo miedo de que se le acaben las fuerzas. Hace dos días empezó; todos los chilpayates tuvieron gripa y se curaron, pero ella, la más chiquita, no aguantó.
Gracias a Dios, allá viene el autobús. Le dije al chofer: «Mi hija viene muy grave, ¡no se detenga por su mamacita!». El médico aún estaba allí. La observó desde la cabeza hasta los pies. Yo lo veía y suplicaba al cielo que supiera qué enfermedad estaba matando a mi niña. Sonrió, sacó de su maletín una inyección y me dijo: «Que no se mueva la niña». Una hora después, mi hija ya respiraba bien, como si no hubiese estado enferma.
«¿Ya no se acuerda de mí, doctor?» Me miró, se rascó la cabeza y frunció el ceño. «Soy la mamá de la niña que atendió hace años, la que estaba muy grave y la inyectó. Mire, que buen tino tiene, porque ya no se ha vuelto a enfermar. Soy del Sauce». Veo en sus ojos una lucecita.
«Tú eres, la traías en brazos... Ya recordé. ¿Cómo está la niña?»
Mírela. «Saluda al doctor, Leticia.» Ya está grande, dijo el médico, al tiempo que le peinaba el cabello.
«¿Y qué andan haciendo? No me digas que está enferma».
«Ni Dios lo quiera. Vine a comprar cuadernos, porque mañana entra al primer año de kínder. Anda, niña, dale un abrazo al señor médico, porque gracias a él estás aquí».
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