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Entré al negocio tratando de no llamar la atención. Había varias señoras preguntando por pirámides. Pirámides grandes, chicas, transparentes, rojas, azules. Olor a sahumerio. Pequeños budas, gatitos, elefantes y otras formas de talismanes. El piso era blanco lo que daba un aspecto de pulcritud. Atendía una mujer joven, calzas, remera deportiva, una cola de caballo en el pelo. Pulseras, anillos. Se movía con agilidad.
Me puse a mirar las piedras de colores. Estaban pulidas. A eso había ido. A buscar una piedra de color violeta. El violeta era el color preferido de Cecilia. Pero no había ido a comprar la piedra. Esperé el momento preciso en que nadie me observaba y ahí escuché una voz que me decía:
Ahora.
En un movimiento exacto, sin vacilaciones, llevé la piedra de la estantería a mi bolsillo. Qué vergüenza, pensé. Soy médico. Pero no me importó. Quería robarla. Con frialdad después esperé a que la mujer me atendiera y compré un CD de música para relajarse. Sonidos de lluvia en una selva de Asia.
Llegué a la esquina un poco perseguido pero nadie se había dado cuenta del robo. Al fin y al cabo era una piedra nada más. No era una esmeralda o un rubí. Era una piedra violeta.
Tenía muchas ganas de ver a Cecilia, a los chicos sobre todo. Esa noche iba a cenar con ellos después de mucho tiempo. A los chicos los veía según los tiempos pactados con el abogado pero esto de ir a cenar con ellos era algo nuevo. Estar todos juntos a la mesa como si de nuevo fuéramos una familia.
Con la piedra en el bolsillo me metí en la verdulería de la esquina. Me había gustado eso de llevarme cosas sin permiso. Iba a manotear una manzana. Había cajones apilados. Cajones inclinados contra la pared donde se podían ver las verduras y las frutas. Un aroma agradable y fresco. En el piso había restos de cáscaras de cebolla. Un poster de Ricky Martin en la pared. Sentada en un taburete una mujer que debía tener la misma edad que yo. Hojeaba una revista de chimentos.
¿Le gusta? pregunté mostrándole la piedra.
Ella me miró sorprendida.
Sí, es linda, dijo.
Volví la pieda a mi bolsillo.
Una pregunta le hago ¿Tiene hijos?
Sí, tengo tres.
Si sus hijos se quedaran sin padre ¿Les buscaría otro?
Ella rió.
Es algo que no había pensado, dijo.
Piénselo ahora.
Empecé a sentir un calor en el bolsillo donde tenía la piedra. Una sensación que me invadía el muslo. La saqué del bolsillo y la puse junto a la balanza.
Supongo que si encontrara alguien que me amara y amara a mis hijos le dejaría ocupar el rol de padre, dijo la mujer.
Es duro, sentencié.
¿Qué le anda pasando?
Entré en la verdulería con la idea de robarme una manzana pero la voy
a comprar.
Ella sonrió.
Fue un chiste, dije. Jamás robaría nada.
Puede llevar la manzana.
¿Sin pagar?
Llévela y no olvide la piedra.
Cuando agarré la piedra ya no estaba caliente. Volví a guardarla en el bolsillo y me despedí.

Habíamos terminado de cenar. De algún modo me sentí en familia de nuevo. Los chicos habían hablado durante todo el tiempo haciendo payasadas con las cuales reímos. Cecilia estaba cortante. Hablaba conmigo lo justo y lo necesario. Yo estuve varias veces a punto de darle la piedra violeta pero algo me decía que no. Que no debía hacerlo.
Los chicos se pusieron a armar un rompecabezas en el piso. Era de un león y era bastante grande. Yo los ayudé en un principio pero después me paré y me fui a tomar mate con Cecilia. Estábamos los dos apoyados en la mesada. Ella acomodaba la bombilla en el mate antes de darle un sorbo cuando vi a un hombre que me miraba desde el baño. ¿Qué es esto?, me pregunté. Me restregué los ojos, observé mejor y no era un hombre. Era un perro.
Tienen un perro, dije.
Sí, Santi ¿recién lo viste?
Sí, recién lo veo. Ceci si alguna vez les buscás otro padre a los chicos…
¿De qué estás hablando, Santiago?
De sí te enamorás de otro hombre, le das el rol de padre…
¡Dios mío!, exclamó, seguís con esas pelotudeces.
Cecilia fue y se metió en el baño. Yo volví a ver al hombre, después la visión se me puso borrosa y pude ver claro que otra vez se trataba del perro. Cecilia salió de baño. Se puso a lavar los platos con ferocidad. Fui y me senté en el piso con los chicos a armar el rompecabezas. Cuando estábamos por terminarlo nos dimos cuenta de que faltaba una pieza.
Es como la vida, chicos, les dije, siempre falta una pieza.
Cecilia me miró con cara de culo. Había terminado de apilar los platos en la pileta. Con un gesto de las manos dijo:
Bueno, chicos, saluden a papá que él ya se va. Nosotros tenemos que acostarnos para dormir que mañana hay que ir a la escuela.
La piedra comenzó a ponerse caliente en mi bolsillo. Pero supe que no tenía que dársela, no ahora, no en este momento. Aguanté el calor que se extendió al muslo y la pierna y me tuve que agachar un momento para soportarlo.
¿Te pasa algo?, me preguntó Cecilia.
No, nada. ¿Puedo pasar al baño?
En el baño revisé las repisas, y las puertitas debajo de la piletita para ver si encontraba algún perfume, un desodorante, un calzoncillo algo. Nada. Me los imaginé a los chicos caminando de la mano con otro padre y me dolió. Pero no, ¿Por qué pensaba esas pavadas? Cecilia no me haría algo así. Si había alguien leal en la vida era ella y no me traicionaría de ese modo. De cualquier manera no podía quitarme esa idea de la cabeza, me carcomía por dentro como un parásito.
Salí del baño. Me despedí de los chicos con un beso y un abrazo. Ellos se fueron para la pieza y Cecilia me acompañó hasta la puerta. Iba a darle la piedra violeta pero no se la di.
Santiago, cuando dejes de pensar estupideces vamos a poder hablar en otros términos, dijo.
Le dije que la quería y ella dijo algo despectivo, algo así como que no se notaba. Después se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo:
Yo no fui la que nos llevó a esto.
Quise decir algo más pero me di cuenta que iba a ser alguna otra pavada. La abracé. Me despedí. Caminé en la calle iluminada con la luz naranja del alumbrado público. El ruido de la puerta de la casa al cerrarse. Pensé en mis hijos acostados a junto a Cecilia. Metí la mano en el bolsillo y saqué la piedra. Se estaba poniendo de nuevo muy caliente y la arrojé hacia la oscuridad de una esquina. Imaginé que atravesaba una ventaba abierta y caía en la mesa de luz de una mujer que dormía junto al amante. Al otro día ella encontraba la piedra y le preguntaba al hombre si ese era un regalo suyo. Y el hombre sorprendido, porque nunca había visto la piedra, mentía y decía que sí, que era un regalo para ella. Ella lo abrazaba y le decía que nunca había conocido a alguien tan especial.






Texto agregado el 12-08-2024, y leído por 108 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
14-08-2024 Está muy bueno. Cavalieri
13-08-2024 Me atrapó. Marcelo_Arrizabalaga
12-08-2024 Un cuento enigmático. Me gustó pero me deja algunas dudas sobre lo que le ocurre al personaje. Pienso que atraviesa una crisis por la separación y eso explicaría sus conductas raras Glori
12-08-2024 La dichosa piedra tiene una relevancia excesiva e inexplicable en el texto. Lo único que tal vez se comprenda es la cleptomanía del personaje por su crisis matrimonial. Y lo del perro no se entiende si es un elemento mágico o el síntoma del deterioro mental del hombre. Gatocteles
12-08-2024 Está muy bueno el cuento. Esa piedrita que levantaba temperatura. ***** vaya_vaya_las_palabras
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