Como muy temprano supe de mi agrado por lo artístico, a tal actitud le añadí la lectura. Y mi oficio de cuidar la barbería de mi abuelo, le vino muy bien. Amén de que él(mi abuelo), le aportó su gusto por los programas radiales, nacionales y extranjeros. Hasta que llegó el tiempo en que descubrí al cine. Época en que mi pueblo solo contaba con dos: El Peravia y el Carmelita.
Aunque había otro silenciado a pocos metros del segundo. ¡Pero eso es harina de otro costal! Y con el cuento del cine, llegó el modo de conseguir las monedas ‘indispensables’ para entrar. Y el término usado tres palabras antes no es un invento mío. Porque hubo formas de eludirlas. Como fueron las siguientes: ser empleado del cine, ser familiar de las damas que manejaban el aspecto legal de los teatros, ser encargado de reportar la asistencia diaria al ayuntamiento municipal y mostrar una lástima convincente frente a los porteros.
Pero mi inventiva le añadió otra que jamás me dio el fruto deseado: ser amigo de un sobrino de las damas que tenían acceso a los ‘diarios’ de ambos negocios. Y yo tan actualizado con las películas, pero tan afectado por una imposibilidad que era común a casi todos los chicos de mi barrio. Y había llegado a mis once, cuando mi abuela optó por llevarme a un taller de zapatos.
Asunto que no aflojó mi situación. Ya que el poder de los centavos, no pudo ser vencido por mis bolsillos. Más, nunca nunca dejé de ir a ver los ‘cuadros’. Ni pude evitar el angustioso conteo regresivo antes del inicio de la cinta. Y permanecía merodeando por el predio, escuchando los diálogos y encajando las acciones con la posible actuación de los protagonistas. Qué cuando, frustrado, miraba salir por los laterales a los privilegiados asistentes, me conformaba con escuchar sus narraciones rumbo a sus respectivas casas.
Actitud, que de algún modo, ayuda a la imaginación de ahora.
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