Yo iba en el colectivo, parado, sostenido del caño horizontal de arriba. No había mucha gente. La vi subir. Me costó darme cuenta de que no era un sueño. Parpadeé, enfoqué, era ella. Me acerqué y le dije:
Fátima.
Ella me miró sorprendida.
Santiago, dijo.
Había estado pensando en ella toda la semana. Tal vez porque me sentía solo, o aburrido. Tengo un trabajo estable en un local propio de venta de celulares. Los celulares hoy se venden como “pan caliente” diría mi abuela. Los días de semana voy y vuelvo al local. Hablo con clientes. Después llega la noche, cocino yo o mi mujer. Hacemos la tarea de los chicos. Nos vamos a dormir. Los fines de semana nos juntamos con otras familias en casa. Hacemos asado y hablamos siempre de lo mismo: series, fútbol, política, que dura que está la vida, que difícil está llegar a fin de mes.
Entonces fue que empecé a pensar en esa mujer. La reina de la noche en Latino. Un boliche bailable de cumbia donde iba mucha gente de barrio. Ella, Fátima, era la reina de la noche. Me encantaba. Usaba calzas negras ajustadas con unas caderas amplias y maduras. Ella debía tener 40 y yo 25. Siempre escotes. Escotes abiertos lo justo y necesario como para despertar el fuego que había en mí.
¡Tanto tiempo!, me dijo Fátima en el colectivo.
Ella tenía algunas canas. Algunas arrugas en torno a los ojos, en la comisura de los labios. Seguía teniendo buen cuerpo. Aunque esta vez no usaba calzas negras sino un vestido verde con flores azules. Tenía las manos llenas de anillos.
¿Me reconociste?, le dije.
Puffff, dijo, estás más gordo, más pelado pero tus ojos brillan de la misma manera.
¿Adónde vas?
Al centro.
Yo iba a la presentación de un libro también en el centro, pero a la hora de bajar me bajé con ella. Le pregunté si no le molestaba y me dijo que no. Abandoné la idea de la presentación. Compraría el libro en otro momento. Además no tenía muchas ganas de ir y Fátima era Fátima.
Caminamos a la par unas cuadras. Hablamos de cosas sin importancia. Tratando de acomodarnos a la presencia del otro después de tantos años.
Ella bailaba lentos conmigo. Eso me dijo una vez. Que no bailaba lentos con nadie más que no fuera conmigo. Pero nunca arrancaba. Yo le decía que podíamos ir a algún lado después de que terminara la música y ella siempre tenía una excusa. Un día me confesó que era viuda. Todavía usaba la alianza. Que cuando su marido murió en un accidente ella se quedó en banda. Los pibes ahora eran grandes pero en su época había que mantenerlos. Así que empezó a laburar. Iba a buscar hombres hambrientos y con ganas de pagar a Latino. Tal vez era algo obvio. Yo lo presentía. Pero no lo había visto con claridad.
De tanto caminar por el centro entramos en un bar. Me dijo que adonde tenía que ir no era importante.
Se pidió una lágrima y yo una coca cola.
Con vos no me animaba, me dijo.
¿Por qué no?
Parecías un nene bueno.
Lo lamenté. Yo le tenía unas ganas terribles. Una noche se me cruzó por la cabeza de que podría tener SIDA y en ese momento pensé que lo haría igual con ella. Me encantaba. Esa forma de bailar, de menear el cuerpo, de avanzar y retroceder con esas piernas sólidas, giraba y desplegaba magia. Sabía que yo la miraba y a veces, así, a la pasada, me clavaba los ojos. Yo me derretía como una vela. Lentamente. A la sombra de su calor.
Murió mi papá, me dijo. Tomó un trago de la lágrima.
El mío también, le dije.
Era complicado el viejo, dijo
El mío también. Me serví el vaso lleno de coca cola.
Pero me bancaba, incluso se enteró de que yo laburaba y nunca me hizo ningún escándalo. Lo más importante para él era traer el pan a casa.
Yo al mío lo quería, lo quería mucho, pero siempre las cosas me salían mal. Una vez lo cagué a piñas.
¿Lo cagaste a piñas?
Sí, se me saltó la chaveta. Mal. Mal de mi parte. Era autoritario mi viejo.
Tomé un trago largo de coca.
Hay que perdonar a los padres, dijo. Honrarás a tu padre y a tu madre, dice el mandamiento.
Los últimos años, antes de que falleciera estuvimos bien, llevamos una relación amable, hablábamos mucho, le conté.
Tuve ganas de comer algo. Iba a pedir un carlitos, pero en ese momento ella me dijo:
¿Querés venir a casa?
¿A tu… casa…?
Sí, vamos, te quiero mostrar algo.
Salimos del bar y nos tomamos un taxi. Fuimos hasta la villa La Lata. Nos detuvimos frente a una casa pintada de naranja. A lo mejor ella vio algo en mi mirada, algo así como una sorpresa cuando vi el color. El color de su casa y de las otras. Amarillas, rojas, verdes, azules.
Las pintamos así para darle alegría al barrio, dijo.
Yo me senté a una mesa en la cocina. La mesa tenía un mantel con dibujos de racimos de uvas. Había una pequeña canasta con dos manzanas y una mandarina. Unos papeles, una birome cruzada sobre ellos. Una lámpara colgando desde el techo. Fátima se puso a preparar el mate. Puso la pava. Me encantaba mirarla ir de acá para allá.
Yo era feliz en esa época, le dije.
¿La época de Latino?
Sí, totalmente, salía solo. Salía solo y sabía que con alguien me iba a la cama.
Yo no sé si era feliz. Tal vez.
Pero nunca me fui a la cama con vos.
No me hubiera animado ni a cobrarte.
Estuve depresivo.
¿Cuándo?
Hace unos años.
¿Quién no está depresivo?
Pero de verdad te digo. Estuve en el fondo. Intenté matarme.
Qué valiente. Yo no tengo los huevos.
Los ovarios, dije y ella sonrió.
Los ovarios, confirmó.
No te cagués la vida. A pesar de todo vale la pena. No te das cuenta, me señaló, se señaló. Después de tantos años, dijo.
¿Me esperás que me voy a bañar? preguntó.
Acerqué la pava hacia mi lado.
Claro, le dije.
Ella entró en la pieza, estuvo unos minutos, yo me cebé un par de mates, y después salió con ropa en los brazos y se metió en el baño.
Dejó la puerta apenas abierta. Me recorrió un escalofrío. La sensación de estar al borde de algo. Escuché cuando abrió la ducha. Desde donde yo estaba no podía ver el interior del baño. Me cebé otro mate, me lo tomé de un sorbo. Me levanté y caminé pispeando en el espacio que dejaba ver la puerta abierta. Vi en el reflejo de un espejo su hombro, después como un flash sus caderas y su cola, el cabello negro mojado, una de sus tetas, el agua como una llovizna que alivia cayendo desde un cielo en verano. Fui y me senté a la mesa de nuevo. Sentí cosquillas recorriéndome todo el cuerpo. Un nudo en el estómago.
Fátima salió con una toalla envuelta en la cabeza y una bata azul. Un azul tibio y amable.
Eso era todo, me dijo sonriendo.
Sonreí.
El agua ya debe estar fría, dijo.
Agarró la pava y la puso de nuevo sobre el fuego. La luz de la cocina resplandeció con más fuerza. Ella se apoyó en la mesada. Hablamos de Latino. De la gente que había en el lugar. Recordamos que éramos negros, pobres, borrachos y felices. No te dejaban entrar al lugar si no era con zapatos. Reímos, reímos mucho, y la luz de la cocina brillaba tanto que parecía un sol, un sol que venía a reanimar la vida, a ponerla en movimiento una vez más, a traer un sentimiento lejano y dichoso.
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