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Fíjese usted si no fue así como le recuerdo, quizá se le parezca un poco más a como lo cuento. Ya por aquellos días, bien adentro de mayo, usted no podía recorrer las empedradas calles sin tener que saltar de aquí para allá y de allá para acá con un saltito tin entre cada tan. Dicho sea de paso, que estaba así salvado de patear un ejército de zompopos de mayo que parecían una barba densa que se corre de su cara.

Entre esos tines y muchas veces dentro de esos tanes me venía yo saltando, ocupándome de asuntos meramente importantes como saber aceitar el hule de mi hondilla, cuando de repente la niña Concha me paró en seco.

"Miguelito, te espero hoy para que celebremos a Maurita," me dijo.

"Claro que sí," respondí mientras retomé mi tan serio asunto de no llevarme entre las suelas de las chanclas —sostenidas por entre medio del hallux y del índice de mis pies más por un acto de voluntad pura que por el tostado plástico de segunda generación— aquella promesa de pasárselas al pequeñito Cande. Era otra de mis frecuentes inquietudes que me espantaba de cuando en cuando y muchas veces refrenó mi instinto de patear alguna pelota en el parque. "El amague me sale mejor, chuña" fue siempre la versión oficial.

Llegada la tarde noche, la casa de la niña Concha se abrió por el zaguán que abrían en la mañana para recibir la leche que producían en los cantones de la zona. La niña Concha era la matriarca de una familia menos pobre que, entre tanto pobre, ya me parecía a mí el Palacio de Miramar que tanto le costó a Maximiliano dejar para llegar a México.

Mi madre, a pesar de lo ilógico que al final era, siempre buscaba disimular nuestras pobrezas lo mejor que podía. Ya desde temprano se había ido al río a lavar en piedra las herencias de ropita que cubrían nuestros flacos y prietos cuerpos, amarrados al cuero por una capa que llamamos piel. Y las chanclitas también pasaban por su respectiva "shaineada" para llevarlas justas pero decentes.

Una vez dentro de la casa, el banquete de panes con pollo servidos en la mesa fue, por supuesto, lo primero que me llamó la atención. Quizá fue sin querer o quizá solo fue su instinto, pero lo primero que hizo Rubén fue tomarme del brazo para recordarme la espartana madre que nos esperaba en casa.

"Si se da cuenta que agarras sin que te ofrezcan, ya sabes," me dijo. Más de algún leñazo previo me servían de advertencia para evitarme otro.

Contemplando estaba una especie de bidón con chorro que tiraba horchata cuando Maurita apareció, arremilgada entre sus dos colitas y enfundada en un vestidito morado que, dice la leyenda, estaba estrenando. Se lo habían ido expresamente a comprar en el mercado Ex Cuartel con una modista que se lo talló para la ocasión.

A mí, y desde entonces, me parecía ya un ángel venido a la tierra.

"Hola, Miguelito," me dijo.

"Gracias por venir," alcancé escuchar que murmuraba mientras apareció la niña Concha a viva voz por detrás.

"Miguelito y Rubén, ¿y la bayunca de la Tere dónde es que la han dejado?"

Rubén, en su papel de hermano papá, alcanzó a atajarla con que era el rezo de Don Menche que hoy ajustaba la novena y que, por supuesto, mi mamá en su poco buscado oficio de rezadora no podía dejar de perder.

Su posición de viuda en vida, su altivez y espartanidad hacían de mi madre una de las favoritas para estos eventos desde hacía tiempos. La gente le pagaba por regla con dinero y complementaba con especies para poder rodear la testarudez de esta vieja enjutada pero digna.

A continuación, y muy para mi desgracia, doña Concha procedió a invitarnos a pasar al traspatio donde tenían las gallinas con las cuales jugábamos una especie de ladrón librado que se mezclaba con lo que años más tarde entendí como un entrenamiento Balboa. Este no pude replicarlo en mis años de Universidad, muy para mi vergüenza, en un estado etílico deplorable y frente a todos mis amigos.

Corrimos lo que había que correr y trepamos los guayabos que pudimos trepar mientras los adultos en la casa se reunían unos a chivear y otros a comer al compás del típico casete de Cepillín que habían conseguido pirateado por Supersonido.

La falta de luz comenzó a llegar mientras llegaba la noche y fue entonces sí cuando llegó lo que yo tanto anhelaba. No hubo gallina que yo no correteara mientras pensaba cuántos morros tenían que haber conseguido para hacer tanta horchata.

Muy para mi disgusto, los panes con pollo estaban preclasificados para los adultos y me tuve que conformar con un tamal que, muy para mi sorpresa, llevaba todo el pollo del mundo. Metiéndole el diente estaba cuando me asaltó la conciencia:

"Rubén, ¿y si este pollo era hijo de las gallinas que estábamos siguiendo?" pregunté.

"A vos que te valga," me quiso decir mientras roía desaforadamente el segundo pan francés que acompañaba tan espléndido tamal.

De mi parte, y en un ataque espartano, tuve que de pronto parar de comer, cosa que muy para mi mala suerte Maurita notó.

"¿No te gustó?" me preguntó.

"Es que me empaché con la horchata," alcancé a mentir.

"Te toca doble de pastel," me respondió.

No alcancé a comprender del todo lo que aquella frase contenía y, muy para mi buena suerte, cuando el tiempo llegó la promesa se cumplió.

Nunca antes yo había visto el turrón. Cuando me lo hicieron servir, esos rebirotes de azúcar en forma de flor fue lo primero que noté. Disimuladamente me acerqué, pues no eran como ninguna flor que había visto yo antes; estas eran rosadas en su orilla y con una discreta manchita amarilla en el centro. Por aquellos días, San Matías no sabía de más panadería que la de don Teófilo y sus opciones iban de Pichardines a Peperechas, pero nunca nada tan complejo como esto que hoy tenía en el plato.

Para serles bien sincero, me cagué. El rito del canto se me hacía totalmente ajeno a mis ocho años.

Puede que no les sorprenda, pero lo que pasó a continuación fue algo que no vi venir. A fuerza de mimetizar lo que los demás hacían, cogí la cucharita de plástico e inmediatamente pasó por entre donde mis dientes incisivos centrales deberían de haber estado (siempre he creído que fue un acto de la providencia no haberlos tenido entonces para que cupiera más). Pero una vez el betún comenzó a llenar mi lengua, mis papilas —irremediablemente condenadas a siempre frijoles en el mejor de los casos— se activaron y liberaron un mar de endorfinas que inmediatamente activaron todas las alarmas de mi sistema nervioso en un principio. Luego, la poca familiaridad del asunto volvió a mi cuerpo en una actitud defensiva, pero mientras más apretaba la boca más sabores salían de ese pastel. Estaba llegando a la mielita de entre las capas de pan (¡Te amo, Lido!) cuando algo se rompió. De repente ya no era mi lengua sino mi alma la que estaba disfrutando. Alcancé a apretar los ojos antes de que una lágrima se me saliera.

Cogí lo más duro que pude mi manjar como quien se aferra a la vida y volé las dos cuadras que me separaban de casa para poder llevarles esa interminable fuente de placer. Llegué con la lengua de corbata y quizá no fue la providencia la que me puso en ese mismo momento que mi mamá regresaba del rezo para llevar más palmas. No quiso ella escuchar nada de mi aventura gastronómica cuando justo detrás del falso saco un chiliyo y me dijo:

"¿Ya viste cómo hiciste las chanclas?" me gritó mientras comenzaba a levantar el chiliyo. Cuando este venía bajando, rompió el viento con fuuuuuaaaa que solo se detuvo en mi espalda. Ya para entonces tenía asumido yo que Cande no iba a poder estrenar y que mis buenas intenciones solo iban a tener por premio otro par de rondas más.

Poco después me fui al camastro que compartíamos los tres hijos y me acosté pensando en lo poco que pude hacer para salvar mi pastel. Lloré, no de dolor sino al recordar la capa de polvo que tenía cuando lo pude levantar. Poco después entró Rubén por entre las luces del candil.

"Te manda Maurita," me dijo, mientras puso una cebadera de plástico. Cuál no fue mi sorpresa al ver que dentro venía otro pedacito más discreto de pastel, pero que no le privaba de toda su gloria.

Texto agregado el 31-07-2024, y leído por 59 visitantes. (0 votos)


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