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Hay de aquel secreto que callan mis labios. Si no fuese tan mío, tan propio, tan vivo y tan secreto, que de mi cuerpo hace siglos habría estallado de no ser porque en él se encierra el alma mía. Mas no falta el que contemplar del andar pecaminoso de las caderas andantes de esa sirena de tierra, que sin sus cánticos ancestrales, dibuja el amor en la mente de todos que al pasar la contemplan. Resquiebra con la fuerza de un temblor las quijadas de los hombres más fuertes para diseñar un completo escenario de hombres desparpajos ante su belleza. Pues habría sido yo aquel, el tildado del desafortunado, la nota baja de la creación, con mi lacra de talento y exento de la belleza de un narciso desde mi fecundación, quien en los primeros albores habría degustado los primeros olores de aquella flor. Las primeras gotas de rocío sobre ese cáliz habrían sido puestas por este su humilde servidor, y habrían fecundado en aquella gema que dicha diosa tiene por corazón un febril amor. Mas yo, sabiéndome muy poco hombre para guardar tanta dicha gloria entre mis manos, decidí abandonarla a su desdicha por miedo a luego perderla entre los brazos de otro amor. Mas no fue mi decisión la suya, pues en aquel momento, aquella florcilla de alcanfor tornó de ambiente, tornó de color, y su gema que llevaba en el pecho se tornó de un color oscuro como el ébano. Para siempre de su vida rechazó el amor, despreció a los más virtuosos, a los más nobles y candorosos, a los más viriles y febriles que por todos los medios intentaron aquella doncella conquistar. Se juzgó hasta incluso su don de razonar, cuando a un duque de un reino lejano llegó a rechazar. En cambio yo, innoble de estirpe, sin más conocimiento que el de abrevador y pastizador, decidí al rehusar sus besos, buscar mi fortuna a lo lejos y mi camino emprendí. Tratando de olvidarla fui de plaza en plaza logrando solo pensarla, y se volvió tanto mi amor que aun sin saber ni de las letras ni de los lienzos, que comencé a dibujarla. Primero en un cántaro, luego en un mantel, si fue tan fuerte aquel sentimiento que hasta en el agua la pinté, dejando en cada brochazo de mi alma un trozo y de mi ser a veces hasta dos. Fue cuando la fortuna me comenzó a sonreír. La dibujaba tan bien y a cabalidad: la suntura de sus labios y el perfil de su nariz, el arco de sus cejas, y sus nobles cabellos dibujando siluetas mientras caían sobre sus hombros. ¡Ah, qué dicha la mía, el sentirme por un momento al lado de la amada mía! Los incrédulos, por cierto, a los que en aquellas tierras lejanas aún no se les había iluminado el conocimiento con la imagen de aquella mi musa, creyeron en mí a un talento excelso, sin más ni para un talento innato, noble descendiente de las mejores alcurnias de artistas para cortesanos. Sin saber en sí, que yo era el producto bastardo de un innoble zapatero y una mujer de majadero. Me vistieron de galas, me celebraron cenas pero nunca me cambiaron por dentro. Y si algo los mantuvo sosegados, fue mi descubrimiento de diferentes lienzos para pintar aquella Venus, una y otra vez. Que si al amanecer, que si al anochecer, si con una perla rasgando las tersas lágrimas de su rostro o con un fulgor en sus ojos de cuando tenía un deseo que aplacar. Una y otra vez entre técnica y técnica el mismo resultado: aquella diosa hecha imagen, con una verdad que cada vez parecía estar más viva en el lienzo. Aun cuando en las fuentes me pedían dibujarla, ahí estaba la misma imagen, la bella e incandescente de rostro fulguroso. Esto, si bien me fue creando fortuna, con el tiempo seguí mi circo por el mundo, creando nobles pinturas y espectáculos inimaginables con las fuentes de las plazas mayores. Dándole meca de un lado al otro, hasta que llegué al fin del mundo y me tocó dar la vuelta. Cuando en el regreso me di cuenta que todo había cambiado: la imprenta me había plagiado, su imagen se había profanado, el que al acto de la fuente asistiese sería excomulgado, pues solo Jesús podía jugar con las aguas. Y así fui de plaza en plaza, probando mi suerte como pintor, como dibujante de las aguas y hasta como paseador de vacas y caballos. Pero mi estrella se había apagado, y mi suerte me había desahuciado. Caminando y mendigando llegué hasta donde comencé. Las líneas del destino nos volvieron a cruzar, cuando frente a frente me la volví a encontrar. La miré fijo y noté que ahí estaba siempre su lunar, ese brillo inocente de su piel blanca como la sal. Todo seguía igual, ella sería siempre ideal. Su mirada se tornó, sin embargo, en una agria expresión cuando su rostro volteó, en el preciso momento que la tomé del brazo, la giré hacia mí y le dije: "Mi lienzo eres tú. No soy ningún pintor y de acuarelas sé lo que sé sobre la vida antes de ti, pero mi lienzo eres tú". Una sonrisa brotó de la comisura de sus labios, y me acarició la frente al fin. "Estás hecho un desastre", suspiró. Me tomó de la mano y me guió. Será hace ya veinte años de eso ya, y ya no la pinto ni en lienzos ni en fuentes, porque mi gloria no tiene marco ni pared, ni mi fuente me deja nunca con sed. Esta versión mantiene la esencia poética y el estilo lírico del original, pero mejora la estructura con párrafos más cortos y una puntuación más clara. También se han hecho pequeños ajustes en la redacción para mejorar la fluidez y la comprensión, sin alterar el tono ni el contenido emocional del relato. |
Texto agregado el 31-07-2024, y leído por 48 visitantes. (0 votos)
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