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En cuatro patas y con la barba blanca, corta y rasposa, embarrada de tanto acariciársela con las manos sucias de tierra. Así lo encontré otra vez. Mientras me acercaba, lo saludé alzando la mano derecha y sonreí con una mueca que, esperaba, lo hiciera recordar algunos de nuestros últimos encuentros. “Pantera Rosa”: ese sobrenombre me había puesto en una de las charlas. Cada tanto también tenía la manía de decirme “Pibe”.

¿Vos sabés cómo laburan estos bichitos, Pantera Rosa?, me recibió. Todo el día están déle y déle, llevando y trayendo para el agujerito. Se suben, cortan, levantan y trasladan. Imaginate no un bicho sino miles haciendo la misma cosa al mismo tiempo. Si lo permitís, en dos semanas te dejan cualquier patio peor que el desierto del Sinaí, dijo.

¿Y por qué no probás con algún agroquímico?, murmuré. ¿Cómo es eso de “probás”?, rugió. Perdón, perdón, quise decir ¿Por qué no prueba con un agroquímico? Desde hacía un mes, el viejo tampoco me dejaba tutearlo. ¿En qué te puedo servir ahora, Pantera Rosa?, ¿cómo va ese libro?, siguió. Avanzando, mentí. Avanzando. Mirá que ponerse a escribir un libro sobre la policía, pibe. Hay que estar muy al pedo ¿eh?, rezongó.

Forcé otra sonrisa, aunque el viejo siguió sin prestarme mucha atención. Lo vi sentarse y enseguida hundir los brazos en la tierra removida. Luego, levantó una mano para mostrarme algo que sostenía con dos dedos. Me agaché para ver mejor. Nunca me dejaba sentar, ni siquiera en la tierra. ¿La ves? Claro, respondí. Esta es la cabeza pensante de la comunidad, dijo. El espíritu de las hormiguitas coloradas. La puta reina. Nunca había visto una, comenté. Bueno, de esta te juro que te vas a ir olvidando pronto, musitó, antes de reventarla en su mano.

¿Vos sabías que las hormiguitas coloradas tienen veneno? Negué con la cabeza. Sí, pibe. Uno las ve así, preocupadas por los tallitos verdes, pero en el fondo sólo están buscando la excusa justa para ensartarte la toxina esa que guardan en la panza. Un bicho rival, un animal, una mano o un pie: para ellas es lo mismo. Lo que quieren es atenazarte con las mandíbulas y aplicarte eso que arde como la puta madre. Por eso siempre hay que ir por la cabeza. La que le inculca al resto qué es lo que hay que hacer. Si tenés eso, contrarrestás todo, aseguró. La famosa obediencia debida, bromeé yo.

Mi frase pareció congelarlo. Seguía con las manos hundidas en la tierra, a la sombra de las plantas de tomate. Por primera vez en la tarde levantó la cabeza y me buscó los ojos. Exactamente: algo así como la obediencia debida, murmuró. ¿Eso lo aprendió en la policía?, lo apuré. Eso lo aprendí en la vida, respondió. Habíamos quedado en el momento en que usted egresa como suboficial ¿se acuerda? Sí, Pantera Rosa, en algo de eso, y en que yo antes había hecho la escuela técnica.

¿Cómo fue su trabajo una vez que egresó?, me largué a preguntar. El viejo me paró en seco: ¿En serio otra vez no vas a anotar nada, pibe? Ya le dije que tengo una memoria extraordinaria, le repetí como en cada encuentro. No entiendo como alguien puede escribir un libro sin un solo apunte, insistió él. ¿Qué tal si eso me lo deja a mí y me sigue contando? Está bien, pibe. No te calentés.

Al tiempo de egresado empecé a colaborar en tareas especiales, dijo. El dato me estremeció por lo inesperado. No me diga… y yo que pensaba que usted apenas había sido un policía de calle, susurré. ¿Yo? Una carcajada se escabulló entre los pocos pelos sucios de su barba. Bueno, es lo que usted me dijo más de una vez. ¿Cuándo te dije eso?, se extrañó. Yo me mordí los labios.

Bueno, a ver, ¿fue o no un policía común, de calle? Sí, lo fui, pibe. Así empecé y así terminé, ¿y qué tiene de importante eso? Las manos, pude notarlo, de pronto se revolvieron bajo la tierra. Quizá buscaban otra hormiga reina. Bueno, ahora me acaba de salir con lo de las tareas especiales. Sí, claro que había tareas especiales ¿o me vas a decir que no te lo dijeron los otros que estás consultando para tu libro? Nadie especificó, mentí otra vez. Me hice un viaje a Londres, siguió el viejo. Bah, un viaje… en realidad me mandaron. Fue en 1964, y yo tenía que seguirle las pisadas a un tal Jonás Paiuk. Un ingeniero. ¿Un ingeniero?, pregunté, mientras me ponía en cuclillas junto a los tomates. ¿Quién te dijo que te podías agachar, Pantera Rosa?, bramó. Volví a ponerme de pie.

Los jefes querían saber en qué andaba ese Paiuk, por qué se juntaba con tantos extranjeros acá, en Buenos Aires, y qué eran esas cosas raras de las que hablaba con esa gente. ¿Con qué gente? ¿Cómo con qué gente, pibe? ¿Con quién va a ser? Con los extranjeros, ya te dije. Y con los de la universidad. Paiuk era de un grupo que andaba atrás de algo, pero como no dejaban que nadie de la seguridad nacional se metiera en la universidad, entonces los jefes se tenían que conformar con seguirlo. Escucharlo.

Como yo era nuevito, no tenía hijos ni mujer, nada, entonces me mandaron a hacer un curso a Londres. El mismo curso que empezó a hacer Paiuk ese año. El 64. Igual yo con él nunca hablé. Ni siquiera nos cruzamos, porque yo lo tenía que ver siempre de lejos, pibe. Disimulado. ¿Y cuánto duró ese curso? ¿El de Londres? Sí, el de Londres: de ese estábamos hablando. Un tiempo duró, Pantera Rosa. ¿Cuánto es un tiempo? Dije un tiempo, pibe.

El viejo comenzó a gatear en cuatro patas entre los senderos que separaban las plantas de tomate. Lo vi acercar la nariz a la tierra para oler un cantero de oréganos. ¿De qué se trataba el curso? De armarios, pibe. ¿De armarios? Armarios eléctricos. Conectados entre sí. ¿Qué tipo de armarios son esos? Unos muy peligrosos; tanto como para que manden a un miliquito joven a hacer un curso para entenderlos. Demasiado peligrosos para las manos que los podían llegar a manejar acá, en el país, aclaró el viejo. Yo seguía sin entender.

Continué preguntando. ¿Qué pasó a la vuelta de Londres? Bueno, escribí todo lo que vi –ahora me hablaba al mismo tiempo que arrancaba yuyos con una mano–. Conté que hizo allá Jonás Paiuk. El elegante Jonás Paiuk. Tan cuidadoso de sus modales que era obvio que algo tramaba. Porque la gente más refinada, educada, es la peor, pibe: arma toda una puesta en escena que te impide ver intenciones reales. Te inventan un personaje. Una figurita que distrae. Un simulacro.

Ahora fui yo el que buscó los ojos del viejo. Insisto, ¿qué sucedió a la vuelta del viaje? A la vuelta fue prepararse y esperar. ¿Esperar qué? Esperar lo que vino un tiempo después, Pantera Rosa. Esperar un llamado que al final llegó. Reunirse a una hora, subirse al camión, bajar. Pasaron casi dos años entre que yo volví de Londres y empujé la puerta de ese tugurio lleno de hippies de anteojito y guardapolvos. Dos años dejando que, como si fueran hormiguitas, crezcan, se multipliquen, elijan una reina. Una reina extranjera. Una reina roja. La reina de los armarios.

Pensé que una vez de vuelta lo habían destinado, ahí sí, a patrullar la calle, dije yo. El viejo rió como un poseso. ¿Y quién dijo que no me cagué de frío en una vereda? ¿Sabés las heladas que cayeron en ese julio del 66? Pero Onganía pidió que estemos todos. Y así fue. Alguien gritó ¡Al camión, muchachos! Y en un santiamén estábamos arriba de la caja. Todos con el amansador de zurdos en la mano. Todos cantando. ¿Sabés qué cantábamos, pibe? El viejo tarareó: “Cuando el sol enamorado la luna ve, es un crepúsculo dorado la cita fiel. Y anuncia así que llega al fin, al corazón talladas la hora del amor”. Eso cantábamos, Pantera Rosa. Una canción de Estela Raval que nos mataba de risa.

O sea que usted estuvo en la universidad…, razoné en voz alta. Todos estuvimos, pibe, y recién un rato antes de la movilización entendí por qué había sido todo lo de Londres. Por qué me habían pedido que dibuje y me aprenda al detalle esos armarios. Que si tenían tantos transistores, que los núcleos magnéticos, que los datos que se ingresaban a través de papeles perforados, que las válvulas de vidrio. Cientos de páginas de cuadernos llené a lo largo de ese curso insoportable. Cientos de páginas memorizadas en ese ir y venir de la embajada argentina al curso, y del curso a la embajada.

Ahora vos, digo, usted, nunca me había hablado de esto antes. ¿Y por qué tenía que hacerlo, pibe? ¿Porque alguien, un pendejo insensato, viene un día y se me presenta diciéndome que quiere escribir un librito? El viejo dejó de arrancar yuyos para enfocarse en mi cara. Cuando llegamos –continuó– un tipo nos salió al paso; un tipo así, con ojos como los tuyos, Pantera Rosa. Con ojos de esconder más de lo que dice. Nos salió al paso ¿y sabés lo que le dijo al policía que iba adelante mío? Me acuerdo como si hubiera sido ayer. “¿Cómo se atreve a cometer este atropello? Todavía soy el decano de esta casa de estudios”. Eso le dijo. El primer bastonazo que ligó ese tipo lo dobló en el piso.

Pero lo gracioso no fue eso, pibe. Sino que, desde el suelo, el tipo volvió a decirle lo mismo al milico que lo acababa de garrotear. “¿Cómo se atreve a cometer este atropello? Todavía soy el decano de esta casa de estudios”. ¿Qué ganó? Por supuesto: un guachazo bien puesto en el medio de la boca. Yo le pasé por un costado y ni lo rocé. No me habían mandado para eso. Tiempo después me enteré que ese desbocado era un tal Rolando García, el capo de la Facultad de Exactas. Y si usted no pegaba, ¿para qué estaba ahí?, interrogué. Al fin una buena pregunta, pibe, dijo con una sonrisa. Estaba la orden de que me tenían que escoltar hasta un lugar: el Instituto del Cálculo. Ahí se congregaban todos los cerebritos que se ocupaban de llenarle la cabeza a la pendejada estudiantil con pavadas. Pavadas sobre ponerse en contra de un presidente o tirar abajo la Patria.

En ese Instituto del Cálculo los cerebritos se reunían con los de otras universidades para pensar. ¿A vos te parece, Pantera Rosa? Para pensar. ¿Y nosotros qué hacíamos? ¿Qué se supone que hacía Onganía, pibe? ¿Éramos todos unos tarados? ¿Acaso habíamos sacado a Illia de casualidad? Nadie va a poder responder a todo eso jamás, pibe. Porque ellos después prefirieron irse, rajarse del país, antes que quedarse a demostrarle a todo el mundo que no eran lo que todos sabíamos que eran: hormiguitas coloradas. Hormiguitas coloradas por no decir rojas. Rojas por no decir comunistas.

El viejo se calló un momento. Como pude, alcancé a balbucear una pregunta: ¿Qué hacía usted ahí en definitiva? Respondió sin vueltas. A mí me escoltaron directo a una sala, pibe. La sala en la que, me lo habían jurado en la comisaría, funcionaban los mismos armarios que yo había visto durante mis días en Londres. Los mismos armarios que, lo escuché allá, en Inglaterra, iban a cambiar el mundo. El problema era que acá, en Argentina, eso que podía cambiarlo todo estaba en las peores manos. Lo controlaban unos fanáticos. En ese momento, Ferrari, mi comisario, me dio una orden clara: Hacé lo que tenés que hacer, Aguirre. Vos que fuiste a una escuela técnica, que sabés de motores, de autos; vos que fuiste para eso a Londres, andá con el grupo y hacé lo que tenés que hacer. Eso me dijo.

¿Y qué tenía que hacer?, lo interrogué, desesperado. Tenía que romper todo, pibe. Todo. Que nada sirviera nunca más para nadie. Y que ese romper todo quedara como ejemplo. El viejo volvió a callarse. Cerré los ojos y le pedí que continúe. Que cuente más. Bajo la negrura de mis párpados caídos lo adiviné hundiendo otra vez los brazos en la tierra revuelta al costado de los tomates.

Cuando llegué a la puerta de ese Instituto del Cálculo –siguió el viejo– ya habían corrido a todos los cerebritos. Les dije a los muchachos que me esperen afuera de la sala. Y entré solo. Adentro estaban los armarios grises. Nada más. Esos armarios que, decían, podían traducir palabras del castellano al ruso o ganarle una partida de ajedrez a cualquiera. Las supuestas habilidades de esos armatostes se me vinieron a la cabeza cuando cerré la puerta y quedé ahí solo, pibe. Solo. Frente al ronroneo de esa mole que, decían en Londres, “mañana llenará de oro al que mejor sepa darle órdenes”. Estantes y estantes colmados de válvulas, tambores, componentes, posibilidades. Llenos de futuro, pibe. Un futuro que se me apareció en ese momento del 66, escondido entre los armarios que estaban aprendiendo a manejar los comunistas.

Una vida de idas y vueltas y yo tenía el futuro ahí, pibe. Al alcance de mis manos. A centímetros de la barreta, las pinzas, los martillos que llevaba encima para hacer el trabajo. Como escuché en Londres: tenía enfrente al mañana. El mañana y yo, en la misma sala ¿podés creerlo? En la misma sala. Cuando salí de ahí, un largo rato después, te juro que nadie me preguntó qué había hecho y qué no. Salí a la puerta de la facultad justo a tiempo para sumarme a la doble fila que armamos para hacer pasar por el medio a todo el mundo. No te puedo explicar ahora la paliza que se llevaron esos tipos a su casa. En un momento no se sabía quién era quién. Si profesores o alumnos. Todos se llevaron un garrotazo de regalo: de eso estate seguro. La remembranza le arrancó risas al viejo.

A esa altura, yo ya casi no lo escuchaba. Menos todavía pude soportar un minuto más en ese lugar. Sin pronunciar palabra, le di la espalda y caminé un paso, dos. Una duda me detuvo. ¿Qué hizo adentro de esa sala del Instituto del Cálculo?, le lancé. La pregunta lo secó de carcajadas. A mí no me preguntés más, pibe, respondió mientras volvía a revolver la tierra. Andá y quejate con los que dejaron, en el 71, que esos armarios se terminen de venir abajo. A mí no me preguntés más, dijo entre sollozos.

Otra náusea nacida de la duda me arrancó el último hilo de voz. Una incógnita de pronto tan negra como el barro seco que se apelotonaba en la barba del viejo.

¿Por qué no rompió la computadora? ¡Dígame por qué no la rompió, papá!, estallé casi a los gritos, sin dejar de darle la espalda. Acá tiene que haber otra cabeza pensante, dijo él tras un momento de silencio, con la vista clavada en el suelo removido. Otro espíritu líder. Acá tiene que haber otra reina, siguió. ¿Sabés cómo laburan estos bichitos, Pantera Rosa?

Evité contestarle. Comencé a caminar, alejándome de la huerta. Fueron segundos en los que olvidé la paciencia. Dejé de aceptar esa rara demencia que borra el presente y refresca un pasado oculto. Fueron instantes en los que olvidé el consejo médico de hacerle contar a ese viejo, mi padre, su propia historia hasta que recuerde, por fin, esto que es hoy.

Texto agregado el 26-07-2024, y leído por 191 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
27-07-2024 Es un buen relato. Me gustó, especialmente por las revelaciones que hacés al final, y cómo vas descubriendo de a poco el rol de los "armarios". Si aceptás un aporte constructivo: Ponele rayas de diálogo. Esto te va a ayudar a aclarar el texto y evitar confusiones. Saludos! IGnus
26-07-2024 Excelente cuento. vaya_vaya_las_palabras
 
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