El ruido de las gotas en las láminas de zinc parecía un zapateado de baile huapanguero. Era tanto que sofocaba los gemidos de la esposa y los ronquidos del esposo, que tenía espacios de asfixia por la abultada papada; lo resolvía moviendo el cuello y la respiración se hacía silbante, volviendo a su ritmo.
—¿Llovió anoche? —preguntó al día siguiente.
—Sí, creí que se rompía el cielo —respondió ella, acomodando la ropa recién guardada.
—¿Soñé? Sentí que te levantabas.
—No soñaste, me levanté a meter la ropa —dijo ella, sonriendo al recordar su carrera bajo la lluvia.
—¿Soñé que alguien se quejaba? —insistió él, frotándose los ojos.
—Era el gato de don Hilearón que maullaba —contestó ella, mientras servía café.
—Ese gato hay que matarlo —gruñó él, buscando sus pantuflas.
—Tienes razón, si no voy se lleva la pollita que recién compraste. Al final cazó un ratón que corría bajo la lluvia —dijo ella, con alivio.
—Me pareció escuchar, no sé si un suspiro hondo o un gemido —dijo él, recordando la sensación extraña.
—Era yo, que aproveché el agua de la chorrera para bañarme. El agua estaba fría y era una cascada la que me cayó en la espalda; si no lo hago, seguro que ya estaría resfriada —explicó ella.
—Ah, hiciste bien —asintió él, tomando un sorbo de café y sonriendo levemente. |