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Mi madre, Elsa, ese día te encontré en la cama con un brazo doblado sobre la cabeza, me acerqué despacio para despertarte, no respondiste. Todo el cuarto se tiñó de gris mortecino, roto por la tenue luz del sol que quería cambiarlo todo, esa luz misteriosa mezclada de tenue fragancia de cuerpo inerte. Me invadió una mezcla de alivio inmenso con incertidumbre, incredulidad y ansiedad. Elsa, te fuiste sin decir adiós. Te fuiste arrastrada por esa demencia destructiva que te acosaba hacía varios años. Te fuiste sin entenderlo, pero te quedaste impresa en mi ser irreparablemente.
Claro, en el torbellino de esa vida de miseria, de búsqueda, de añoranza, de demostrar lo que no era me fuiste criando poco y mal. No me querías y se notaba, fui un gran estorbo en tu vida y me lo hiciste saber. Me mostrabas como una personita hermosa y educada al mundo; en casa, en la intimidad ejerciste con tenacidad la cruda represión hasta anular todos mis deseos, mis aspiraciones y llevaste mi vida como un carruaje viejo de repartidor de leche hacia los destinos obligados.

Mi suegra, Cándida, te conocí un día en circunstancias poco propicias. Mi novio decidió llevarme a su casa. Su padre estaba furioso con él y no fue un buen momento. Pero, allí estabas vos, con una sonrisa franca, con tu estilo de ama de casa perfecta, servicial, confiable. Me hiciste sentir querida, aceptada, bienvenida. Desde ese día fuiste mi modelo. Y lo seguí al pie de la letra, convencida. Me apoyaste en todo y todo lo que yo era te gustaba, lo admirabas, lo disfrutabas. Te observé cada detalle, te copié te imité, y fui un poco más feliz.
La enfermedad te atravesó el cuerpo y te cuidé con todo el combo de emociones cosechado durante tantos años. Te quise bien.
Esa mañana vi que no respirabas bien, ya me habías avisado que cuando llegase el momento no hiciera nada, ningún médico, nada de internaciones. Querías morir en paz, aceptar tu destino, sumisa, como habías hecho durante toda tu vida.
Mi tía, Delide, te había visto alguna vez cuando viajabas a Buenos Aires para ver a tu hermana. Claro que no eras una tía directa como para que nos vinculemos de alguna manera, todo era una juntada de parentela de la cual no me llevaba nada, yo sentía una indiferencia total por esas personas ajenas a mi vida de las que no tenía ni una mínima referencia. Sin embargo me entusiasmé cuando una prima me invitó a viajar a Italia a visitar a la tía Delide, digamos y siendo sincera que yo tenía mis intereses: quería obtener la ciudanía italiana para mí, para luego transferirla a mis hijes y nietes (pues, sí, ahí estaba influenciada por Elsa, obstinada, perseverante, manoteando la oportunidad y dispuesta a pasar lo que venga con tal de obtener lo deseado).
En tu casa, te pedí quedarme para hacer el trámite. Y ahí nomás me enamoraste, ojos pícaros, voz cautelosa, sonrisa develadora de ilusiones:
_Y, si compartimos los gastos… claro que sí.
Convivimos cuatro meses, no solo compartimos los gastos; nos contamos historias, miramos fotos, narraste tu vida difícil, tus experiencias mas dolorosas y las más gratas. Fue todo tan real, tan íntimo, tan nuestro. Te vi maravillosa, amable, solidaria llena de ternura, resolviendo las necesidades de la vida con sabiduría y criterios sólidos y justos.
Haber estado con vos, tía Delide, me modificó de manera magistral mi forma de ver la realidad para verla con una nueva mirada plácida, comprensiva, amorosa.
Te vi morir a través de una videollamada, te fuiste tranquila, aceptando con integridad lo que te tocaba, dándome un nuevo testimonio de tu noble vida.
Mis tres mujeres, mis tres muertas, mis tres maestras. Fallecidas, sí; pero presentes siempre en cada situación, en cada decisión, en la nostalgia y en la alegría.
Elsa, a veces aparecés en sueños. Pero, otras, te encarnás en mi cuerpo. Mucho, sobre todo en la primera parte de mi vida, donde sólo había aprendido lo tuyo. Sin embargo, todavía, seguís asaltando cuando algo está difícil: siento tu fuerza de guerrera, el valor de lo justo, el poder de arrasar con el conflicto, de salir adelante cueste lo que cueste. Y ahí estás presente, te siento, te palpo, te expreso.
Cándida, no suelo encontrarte en sueños, pero estás, aquí o allí, siempre dispuesta cuando me hacés falta; cuando la fatalidad es irremediable, cuando se requiere lucidez para aceptar la realidad, el ser sumisa o luchadora según sea necesario. Siempre acertada al mostrarme el camino, siempre acompañándome silenciosa y firmemente. Resultaste ser mi guía en la jungla, mi estrella en el desierto y mi abrigo en el crudo invierno de la vida.
Delide, llegaste tarde a mi vida, será por eso que te tengo tan cerca, me doy vuelta y te veo, siempre con una sonrisa, siempre asintiendo mis decisiones, te veo claramente como cuando vi tu última sonrisa antes de morir. Si fuiste capaz de sonreírle a la muerte, sos capaz de iluminar mi vida, y sí, ahí estás sonriendo y apoyándome. Valiente guerrera de la vida, plena de optimismo, rebozando sabiduría siempre; no estás muerta, estás presente en cada ser que te conoció y aprendió de vos a superar todo. Cada paso, cada conflicto, cada duda se acuna en tu presencia obstinada de bondad desplegada como rayos de sol.
Mis tres mujeres, mis tres maestras acompañándome en los caminos de la vida.

Texto agregado el 24-07-2024, y leído por 249 visitantes. (0 votos)


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