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—¿Qué se puede hacer en diez minutos? —preguntó a su examante, con voz dulce y desafiante.
Ricardo no la esperaba, de hecho, no esperaba nada. Así que fue una sorpresa. Era la misma de siempre: fina en sus formas, con un perfil de barro tallado con delicadeza. No le dio tiempo a contestarle.
—Esto —respondió ella con una sonrisa indefinida.
Abrió la blusa lentamente, dejando que cada botón suelto incrementara el brillo en los ojos de Ricardo. Él sonrió con socarronería y le dio a su respuesta una tonada musical.
—¿Entonces solo tengo diez minutos…? — Amelia sostenía la sonrisa. Fue hacia ella, con ese caminar felino que conocía.
Él había sido el único que la vio dormirse en su pecho, envuelta en una silenciosa satisfacción. Para él, el encanto fue efímero. Para ella, la frialdad tuvo consecuencias; comprendió que solo había sido una estación en el tránsito de su vida.
El departamento estaba igual que cuando ella lo vio por primera vez, un desorden apenas disimulado. Mientras él dormía, ella aprovechaba para organizarlo y dejarlo medianamente limpio. Las paredes seguían del mismo color, y un cuadro, que ella le había regalado permanecía en su lugar. Escuchó de nuevo sus murmullos y el vuelo de las palomas al llegar al dintel de la ventana. Se lo agradecía sinceramente; la llevó a las alturas y la hizo danzar entre las copas de los majestuosos pinos.
Aquella noche lo soñó y no tuvo dudas: para liberarse, tendría que volar de nuevo y jamás regresar a su lado. Probar una vez más y decir adiós.
—En diez minutos se pueden hacer tantas cosas —se dijo Ricardo. No pudo evitar recordar el momento en que la convenció de subir a su departamento y hacerla despedir tantas chispas como el herrero que esmerila un lingote de hierro. Él fue quien la inició en la artesanía del fuego. Era una mujer hermosa, lástima que no entendiera que lo obtenido no tiene el mismo sabor que lo deseado. Se volvió pesada y celosa.
Besó el sendero de su piel, el sabor a café con leche. Eran tan delicadas como burbujas tornasoladas en el viento. Oía su respiración como el batir de un ave contra el aire. Sabía entonces que la voluntad de ella era la que deseaba.
La parvada de susurros de él voló hacia el abismo cuando sintió el piquete de una aguja que penetraba en su cuello. El frío se extendió como una cascada sorpresiva, que llega sin previo aviso. Te coge, y después de una bocanada de todo, llega la mudez.
—¡Esto es lo que se puede hacer! —exclamó ella con una amarga satisfacción, poco antes de que la sordera de él llegara y todo se volviera oscuridad.
Amelia se retiró, reacomodando su ropa con una calma inquietante, dejando tras de sí una mezcla de alivio y dolor. Tuvo la curiosidad de mirar la herida, las gotas de sangre que armaron un hilo bermellón que salían del cuello de Ricardo. Al cerrar la puerta percibió un calambre en el vientre y la expulsión de un líquido que fluía del cuello de su matriz. «es el adiós» se dijo y siguió su camino hacia la salida.

Texto agregado el 22-07-2024, y leído por 476 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
24-07-2024 Cómo matar así a un hombre, y además a alguien que te hace tan feliz? Muy bueno Senderito querido. MujerDiosa_siempre
 
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