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Soy un arquetipo y soy el polvo que a él regresa para repetir la carne y y devolverme a la vida. Soy un hombre contemplándose a través de dos mil quinientos años…

La luna llena ilumina el patio y la brisa apenas se levanta. Alegremente reclinado en un diván estoy con ellos en torno a una mesa. Son mi reflejo, pero mi imagen aparece confundida, entreverada. Les enseñé a ser altivos y juiciosos contra mí. Me retan siempre que pueden. Me enriquecen. Son mis alegres rebeldes. Soy yo diluyéndome en una multitud, prodigándome en otros, yéndome en carne ajena. Es ley natural de vida, como es ley de vida, pero social, que ellos se queden sentados o permanezcan en pie en lo que dura el banquete. Imponen los años ventajas absurdas a las que se acoge nuestro egoísmo de viejos. Admito esto, luego soy mezquino. Me celebro por ello también. Ceno, alzo la copa, canto el pean, así reclinado y servido por los solícitos esclavos. En mi alma (en tal cosa creo) se asienta la sabiduría conquistada, apacible como luz de aurora, cristal de remanso, montaña en llano. Nos reímos aliviados por el vino. Estamos a merced de los buenos escanciadores como lo está el verdor de la tierra que abreva sin ahogo la llovizna. Nos perdonamos. Nos confesamos amantes de la vida con ojos vidriosos y risa ligera. Todas las cosas cercanas están tocadas por la gracia divina. Enmudecemos ante la belleza recatada del joven Autólico, púgil laureado por su triunfo en el pancracio y amado de Calias. Todo esto nos basta y por eso rehuimos los favores de hombres con cargos.

Entonces nuestro pensamiento va brotando instigado por el deleite de los sentidos puestos en el espectáculo que nos ofrece el exhibicionismo del siracusano y los suyos. Nos encomendamos jubilosos al debate que nos reclama. El deporte, la danza, los perfumes son los aderezos de un cuerpo que se nos antoja inagotable. Filipo, el bufón, lo desacredita con un remedo grotesco de las figuras del bailarín y de la acróbata: de lo sublime y de lo serio también requerimos su contrario porque nos sabemos por encima de nuestros propios símbolos. Por eso, ríen cuando me imaginan, viejo que soy, bailando en la intimidad de mi hogar; ríen cuando me saben resignado a Jántipa, mujer mía, yegua salvaje, con cuyo carácter intratable entreno a diario la templanza ante cualquier acritud humana; ríen sabedores de que tienen el beneplácito de los dioses y el mío.

Propongo declarar qué nos llena de orgullo para dispensarnos felicidad mutua. Cuando me ceden la palabra, para sorpresa de todos, me declaro un excelso proxeneta. Ríen de nuevo, mientras vuelve una y otra vez a las copas el vino que regocija el corazón sin mermar el discernimiento furioso que hilvana palabra y tiempo.

Propongo entonces que cada uno descubra las razones de tal orgullo. Es Critobulo quien vindica frente a mis argumentos que no hay belleza superior a la suya como hombre afectado por el amor y como tal que es él, yo le sigo a la zaga; Cármides quien defiende las conveniencias de ser pobre, pero libre; Antístenes quien reprueba la codicia y se complace en lo frugal y el ocio; Hermógenes quien da fe de los provechos de no apartarse de la amistad con los dioses; Filipo, quien ve en la bufonería un bálsamo para las penas; el siracusano, quien considera sustento de su estómago la fidelidad de su público. Soy yo, quien me reivindico generoso proxeneta, esto es, un ensalzador de pasiones deseosas de encontrarse, un abrazo de amor que abarca a los opuestos. No esperaban del proxenitismo su bello cariz, su fondo reconciliador, su amplitud. Se extiende mi alma devastando límites. Todo cabe dentro de mí, todo es acogido y sanado. Las razones nos muestran que en un sí hay un no y viceversa. No puedo sino sentir un piadoso amor por la fascinación y la curiosidad que les embargan.

Languidece el debate y va llegando la hora de retirarse, no sin antes coronarlo para los convidados más viejos, con un espectáculo amoroso entre Dioniso y Ariadna en que ambos simulan la pasión que les concede la Afrodita carnal y en el que asoma, en los besos y caricias que se procuran, la otra Afrodita. Desbordados por la recreación de los actores amantes, juran los solteros tomar esposa al fin y se apresuran los casados a tomar sus caballos hacia el lecho marital…

Soy un hombre contemplándose a través de la devastación que dejan dos mil quinientos años y que de alguna manera anhela el regreso de esos días que me convocaban a la nocturnidad de un festín junto a mis alegres y fecundos amigos.

Soy yo, Sócrates, el hombre por el polvo repetido y devuelto a la vida para terror eterno de bárbaros e injustos.

David Galán Parro
10 de julio de 2024


Texto agregado el 18-07-2024, y leído por 160 visitantes. (1 voto)


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