Llevaba demasiado tiempo en la bañera, pero lo que más me inquietaba era la tonalidad metálica que había adquirido el agua.
El apartamento estaba a muy buen precio, ¡y además tenía jacuzzi! Eso es lo que nos había enamorado. Sospechábamos que había sido un picadero, ahora reconvertido en piso de alquiler. Las marcas del techo en el dormitorio nos hacían pensar que en algún momento había habido un espejo allí. Qué mejor lugar para empezar nuestra nueva vida en la ciudad.
Tan pronto entró en el piso, Isa fue corriendo al cuarto de baño y abrió los grifos del jacuzzi. Nunca olvidaré la deliciosa expresión de su cara al entrar, sus gemidos cuando el agua caliente acarició su espalda. Estaba bellísima con los brazos extendidos en los bordes de la tina, la sonrisa que no le cabía en la cara y el éxtasis dibujado en las pestañas. «¡Esto es vida!», exclamó. Luego abrió los ojos como si despertara de un sueño y me invitó a unirme a ella. Con gusto lo hubiera hecho, pero no podía llegar tarde a la primera reunión en la oficina.
El rumor de las burbujas fue lo primero que oí cuando regresé a las 11 de la noche. Isa seguía allí, tan feliz como cuando la dejé. Yo estaba desubicado, abrumado por las expectativas de la empresa, por todo lo que se esperaba de mí. Hubiera querido desprenderme de tanta ofuscación y unirme a la felicidad de Isa, pero no era capaz de ello. Te espero en la cama, le dije.
La mañana siguiente, Isa seguía rodeada de vapor perfumado, mirándome desde el jacuzzi con una tranquilidad amenazante, como diciéndome: no va a pasar nada si entras. Me asaltó el deseo de sumergirme en el agua, morder la piel congestionada de sus hombros y besar sus labios ardientes. Difícilmente logré contenerme para irme hacia el trabajo.
Cada vez que volvía a casa, aún antes de introducir la llave en la cerradura, el rumor de las burbujas me informaba de que Isa seguía allí. Ella decía que era feliz y yo hacía lo posible por entenderla. Pero en realidad no podía soportarlo. Deseaba que saliera de allí, que buscara trabajo, que hiciera algo útil con su vida. No podía quedarse allí para siempre.
Una noche, al volver, no oí el rumor de las burbujas. Corrí hacia el cuarto de baño con la esperanza de encontrarlo vacío. Pero Isa seguía allí, solita en la penumbra. Los chorros debían de haberse embozado, porque ya no funcionaban. Ella me dijo que lo prefería así.
Cada noche regresaba al apartamento silencioso. Lo primero que hacía era asomarme al baño para saludarla. Llevaba demasiado tiempo en la bañera, pero, en realidad, lo que más me inquietaba era la tonalidad metálica que había adquirido el agua. Tenía la piel pálida, como descolorida. Sabía que Isa no era feliz allí, por mucho que dijera lo contrario.
—¿No te gustaría salir de la bañera y hacer algo? —le dije.
La vi temblar como una brizna de hierba bajo la lluvia. Me pareció que asentía levemente, que en el fondo deseaba con toda su alma salir de allí, pero tenía demasiado miedo para hacerlo.
—¿Por qué no entras tú? —dijo al fin, con voz trémula.
Soñé que lo hacía y el agua era densa como metal fundido. Soñé que entraba en el agua y criaturas translúcidas rozaban mis piernas. Soñé que entraba y el agua me atrapaba como arenas movedizas, tirando de mí hacia el fondo por más que intentara salir.
Isa apenas reaccionó al verme entrar en el cuarto de baño. El agua oscura brillaba como si un vertido tóxico flotara en la superficie. Me acuclillé al borde de la bañera para acercarme a ella. Isa yacía en el agua, los brazos a los lados del cuerpo como dos espaguetis blandos. Con la vitalidad que había tenido esta chica. ¿Cómo había dejado que pasara? Le acaricié la mejilla. En el ángulo de su ojo izquierdo se formó una lágrima, que se precipitó al instante, provocando ondas metálicas sobre el agua. Le cogí de la mano. Ahora era el momento. Tenía que sacarla de allí, aunque fuera a la fuerza. Sin embargo, al apretarle la mano, la sentí como bizcocho mojado. Enseguida comprendí que, si seguía apretándola, se desintegraría entre mis dedos. La solté asustado.
—¡Sal de ahí!
—¡No! —contestó ella, con un grito desgarrador.
—¡Tienes que salir! —dije, encaramándome a la tina.
Se encogió en el extremo de la bañera, negando enérgicamente con la cabeza. Empezó a patalear, empapándome de pies a cabeza, pero sus patadas eran casi imperceptibles, porque las piernas se le deformaban y rompían a cada golpe que daba.
Pensé que solo la sacaría de allí si vaciaba la bañera, así que busqué el tapón y tiré de él con fuerza. Contemplé horrorizado cómo el desagüe comenzaba a tragársela, la tubería absorbiéndola a velocidad pasmosa, su cuerpo escurriéndose por el fondo de la bañera, los brazos moviéndose como anguilas, la expresión de pánico en su boca, que, en lugar de gritar, profería un ruido bronco como el gorgoteo de una cañería muy vieja. Su ojo izquierdo me dedicó una última y melancólica mirada, antes de ser absorbido por el desagüe.
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