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Ecos de Epicteto : El Aprendizaje del Tercer Piso


En 1986, a mis veinticinco años, la filosofía no estaba entre mis intereses. Schopenhauer sugería una vida reservada y discreta, manteniendo cierta distancia de los demás. Epicuro promovía la sencillez y la privacidad, lejos de ambiciones y fama. Lao-Tsé defendía la humildad y la simplicidad, evitando la ostentación y la competencia. Epicteto aconsejaba no buscar la aprobación externa ni preocuparse por la opinión de los demás. Todos estos pensamientos filosóficos señalaban un camino hacia la verdadera felicidad, pero en aquel entonces, no eran más que palabras distantes para mí.

Ese mismo año, cumplí tres años trabajando en CONAF, lidiando con computadoras NCR y sistemas operativos UNIX. El detalle técnico es relevante, porque mi habilidad con esos equipos no pasó desapercibida. Pronto, la empresa proveedora me contactó para desarrollar sistemas para ellos. Tenían varios proyectos en mente, y confié en mi instinto técnico para seleccionar los más viables. Advertí que mis honorarios serían al menos el doble de lo que ganaba en CONAF, lo cual aceptaron sin reparos. Luego supe que el presupuesto para estos desarrollos era mucho mayor que mi sueldo en CONAF.

Me asignaron un espacio en el recién restaurado tercer piso del edificio de NCR. Allí había unos siete escritorios apilados, un computador en el suelo, varias pantallas en sus cajas y un par de impresoras. Se suponía que debía solicitar apoyo del área de ingeniería para configurarlo todo, pero decidí hacerlo por mi cuenta. Aún no había leído a los filósofos que mencioné al principio, por lo que la humildad no era precisamente mi fuerte. Al contrario, me aseguré de que todos en el edificio, especialmente en el piso siete, donde estaban los ingenieros, supieran de mis conocimientos. El gerente de proyecto, astuto como era, aprovechó mi vanidad y me asignó la responsabilidad de ser el soporte técnico para todos los demás sistemas en desarrollo. Estaría a cargo del tercer piso. Un verdadero honor.

La noticia se esparció rápidamente por el edificio: había un experto en UNIX. Aunque me enorgullecía, también se rumoreaba que era barato. Desde el cuarto piso, donde se encontraba el área de capacitación, me pidieron que diera clases a sus clientes. Desde el sexto piso, dedicado a servicios a terceros, me solicitaban actualizaciones para sistemas obsoletos. En el octavo piso, los vendedores me invitaban a sus presentaciones para responder preguntas técnicas. El gerente astuto me dio carta blanca para manejar el tercer piso como mejor me pareciera. Ofrecía servicios de digitación, conversión de datos, programadores y desarrollo de sistemas a los clientes. Mi prestigio crecía.

Todo marchó bien durante varios meses, hasta que un día, una ingeniera a cargo de un proyecto desapareció. Se rumoreaba que tenía problemas con el pago de sus honorarios. Tras dos días de ausencia, volvió, pasó un rato en su terminal y se despidió amablemente. Poco después, descubrimos que había borrado todos los directorios de su proyecto y de otros más. El computador quedó como al principio: vacío. De pronto, la nada.

Subí las escaleras hacia el piso siete, deseando que fueran interminables. Me preparaba para lo inevitable: el gerente astuto me culparía de lo sucedido, y así fue. Cuatro jefes de proyectos de NCR, que habían perdido toda su información, me rodearon. No podían tomar acciones legales en mi contra, ya que mi contrato solo cubría los proyectos que estaba desarrollando. Optaron por humillarme intelectualmente, ridiculizando mi elevado pero caricaturesco perfil profesional y el resultado era un grotesco cantinfleo. Decían que ofrecía servicios sin ningún control, sin registros de los programadores ni respaldo de los sistemas. En mi paupérrima defensa, solo mencioné que los programadores los contrataba el gerente astuto, omitiendo que mis propios sistemas sí estaban respaldados. Decidieron apartarme de los proyectos y, para dejar claro cómo se despide a alguien cuando se pierde la confianza, ordenaron a la recepción que me prohibieran la entrada al edificio.

Pasé semanas difíciles, pero no eternas. Dado que el edificio estaba en pleno centro, me encontraba con gente del cuarto y sexto piso, y principalmente con los vendedores. Ellos, en un intento de frenar la crisis con los clientes, culparon a los cuatro jefes de proyectos y me ofrecieron la oportunidad de retomar mis proyectos interrumpidos. Los jefes, convencidos de que los había desprestigiado, me ignoraban. Al astuto gerente, nunca lo volví a ver.

Con los vendedores, descubrí el pensamiento estoico de los filósofos que mencioné al principio. Si los hubiera leído antes, me dijeron, no habría pasado por todo lo que pasé. Tenían razón. Lo primero que aprendí fue que el arte de hablar es escuchar. Luego, aprendí a decir que no, a evaluar antes de intentar solucionar lo que no depende de mí. Y, sobre todo, a no buscar agradar a todos, porque así, no agrado a nadie. Desde entonces, prefiero que la gente sepa lo menos posible sobre mí. He notado que, a menudo, no les gusta verme como alguien mejor que ellos, y menos aún, verme feliz.

Texto agregado el 07-07-2024, y leído por 85 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
08-07-2024 Excelente narrativa, habria que hacerle más caso a los filósofos. ***** vaya_vaya_las_palabras
07-07-2024 Me gustó en el sentido en que podía representarme todo los actos y hechos exteriores con bastante claridad y en que hay representación de conflictos interpersonales muy habituales. Los consejos del párrafo final tienen (al menos para mí) el efecto de un bálsamo después de pasar por las vicisitudes ingratas y mezquinas que le preceden, saludos. dagalan
07-07-2024 Te comento que si aún buscas empleo te recomiendo Banifox, vas de mi parte y seguro te toman jajaja, muy buen cuento y con enseñanza incluida, saludos. ome
 
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