El aire ha quedado atrapado
entre las paredes.
El silbido acompasado
que acompaña,
izando las cortinas como velas,
se ha refugiado de una calma
inquietante.


Ya no quiero hablar.
Y no se trata de regalarle
un espacio al silencio,
ni que ya no me quede
nada de aliento.


Ya no quiero hablar.
Porque las palabras,
como rebotes de balas,
se esparcieron
en las conciencias.


Exacerbando la sordera.
Hiriendo pensamientos.
Fracturado creencias.
Ahogando esperanzas
y matando suspiros.


Y ahora las miradas
perdieron su dulzura.
Se han transformado
en llamas de premura
reclamando que devorar.


Ansían quemar afectos.
Incinerar sonrisas.
Ahogar el aire
con una nube
de impulsividad tóxica.


Los susurros se han dejado caer,
junto a los labios inmóviles,
buscando el beso conciliador.
Y el justo renuncio,
de la insaciable palabra,
se presenta como rápido anuncio.
Una novedosa excusa
barata para callar.


Ya no quiero hablar.
Pero los demonios
ya se han montado
sobre nuestras cabezas.
Clamando su sacrificio
de compensación.


Ya no quiero hablar.
Porque una grieta
que no cierra
se ha abierto en mi pecho.
Una sequedad que duele
en la garganta
busca alivio en el silencio.