A medianoche llegué con un dolor insoportable en el cuello.

—¿Tienes una pastilla fuerte para un dolor de cuello que me está matando? —Era tarde para ir al servicio médico. Ella es enfermera, trabaja en el hospital y tiene su pequeña farmacia. Me resistía a pedirle el favor, pero el dolor se incrementaba.

—Acuéstate en el sofá boca abajo y pon un cojín debajo del pecho. Voy por unos aceites y jeringas —dijo, y se fue. Seguro, me dará un masaje; tiene unas manos mágicas. Recuerdo que de recién casados, por todo me quería dar masajes.

—Mete tu barbilla en el pecho y relájate.

Combinó aceites de almendra con cremas analgésicas, y sus manos iban, venían y saltaban para regresar como una artista patinadora sobre el hielo.

—¡Qué rico! —exclamé.

Escuché ruidos que llegaban del corredor e intenté sentarme.

—Tranquilízate, debe de ser el gato —dijo con un tono de molestia—. Sume más la cabeza en el cuello para que resalte tu nuca —me ordenó—. Solo sentirás un piquetito y el dolor desaparecerá.

Efectivamente, solo eso fue lo último que sentí. Ya no más dolor. ¡Buena para dar masajes!
La casa me la heredaron mis padres, aquí crecí. Con mis hermanos jugábamos a las escondidas y dónde estoy ahora, era mi lugar preferido para esconderme y hacerme el muerto. Un lugar oscuro del sótano.
Aquí me enterraron, ella la de manos mágicas y su amante.