En todas sus mañanas Uno se levanta pocos minutos antes de que suene el despertador. Como cada noche, no dejó que la somnolencia le dictara cuándo tomar la cama. Ha dormido profundo. Se despereza y comienza los ejercicios que tonifican sus músculos y le convienen a su espalda de oficinista. Limpia y ordena todo cuánto ofende su vista en los rincones de la casa. Se agasaja con un desayuno espléndido. Se ducha con parsimoniosa liturgia y se adereza con cremas y perfumes. Elige solemne qué vestir y calibra su porte final frente al espejo. Justo antes de salir comprueba que en el escritorio del portátil figuren solo los archivos necesario para la reunión inicial del día y en el móvil, los diversos recordatorios que habrán de auxiliar su prematura desmemoria.
En cambio, en las mañanas de Otro todo acontece al revés: apaga la alarma, se arrebuja entre sábanas descoyuntado por un sueño ligero y se concede más tiempo con la falsa creencia, la temeraria seguridad de que domeñará a su antojo el avance de los minutos inminentes. La cadena de actos preparatorios para su salida a la oficina va a quedar como siempre postergada y en consecuencia con sus eslabones ya degenerados por la precipitada improvisación, en el amargo café quemándole la boca, en los lamparones de una camisa importunada por la piel aún húmeda, en el afeitado incumplido de su barba rala, en la deslavazada combinatoria de prendas que calla el espejo, en el escritorio atestado de archivos basura, en las jalonadas traiciones de una memoria desasistida durante el decurso ingrato de las ocupaciones diarias.
Y así, en todos los día y en todas las horas y en todas las cosas, Uno es un jinete resolutivo y Otro, un descabalgado irremediable en pos de un caballo en fuga.
Nadie sabe que Uno y Otro se conocen demasiado bien y que sobrellevan su convivencia en íntimo silencio. Uno, siente verdadero desprecio por Otro y Otro admira a Uno. Uno avergüenza despiadado a Otro y Otro sufre la severidad moral de Uno. Uno se aleja en vano de Otro y Otro le sigue los pasos a Uno con la escasa determinación de una voluntad mermada. Uno siente el terror de ser algún día alcanzado por Otro y Otro, de no poder alcanzar nunca a Uno.
Lo que ambos habrán de descubrir con el paso de los años es que, cual siameses fatalmente unidos por un mismo tronco, no pueden sino resignarse a una convivencia forzosa y atroz.
Un lento abrazo final sellará este descubrimiento antes de trasponer la última puerta.
David Galán Parro
30 de junio de 2024 |