Su padre estaba enfermo. No sabia como iba a ser ese día, su último día. Solo sabía que tenía que aprovechar esos momentos.
Cada encuentro lo esperaba con ansias y cada partida desgarraba una angustia indescriptible. Una sensación de no saber si había otra vez. Así que por miedo a que eso ocurriera, organizaba rápidamente un nuevo encuentro. Pasaron las semanas, los meses.
Juan, empezó a tener una pequeña obsesión con esa idea. La angustia y la enfermedad lo fueron consumiendo a él tanto como a su padre. Síndrome del espejo, le decían los doctores. Se asumió en una enfermedad ajena y la transito como propia.
Así y todo, juntaba fuerzas y cumplía su ritual. Sabía que lo de él era pasajero, una simple recaída o una angustia por un futuro certero de otra persona.
Al salir de la casa de su viejo, pensaba como fueron las posibles últimas palabras y como fue esa despedida, como había sido esa mirada que los alejaba. Se cuestionaba y repasaba cada una de las palabras para saber si había un mensaje encriptado o una enseñanza de vida. También repasaba su conversación por si hubo unas palabras que jugaban al ring raje. Esas palabras que quedaron en la puerta sin salir.
Sus charlas eran sobre futbol, sobre el taladro y Boca. Algún partido de tenis o sobre las implicancias del tiempo o del campo o simplemente siguiendo la corriente de unas palabras sin sentido. Una charla de ascensor como dirían los psicólogos. Palabras básicas en una conversación que podía resultar de despedida, pero nunca lo era.
Juan, así lo sentía, así lo vivía.
Un día, en un mes de agosto, Juan recibe el llamado de su padre que lo invitaba a comer. Su voz era tenue, débil. Presentía algo, pero no le hizo caso, simplemente se dejo llevar por el momento.
La mesa estaba servida, como también sus invitados. Raúl su amigo de varios años y sus hijos, entre ellos Juan. La cena resultó como nunca, agradable, distendida, graciosa. Duró 2 horas contando la sobremesa de una torta de ricota. Sus nietos jugaban y corrían por la casa sin entender demasiado lo que pasaba. Ellos tenían 5 y 3 años.
Y como siempre ocurre, llegó el momento de la despedida, de volver cada uno a su casa. Ahí recién Juan se dio cuenta. Una sensación mezcla de angustia, impotencia, bronca y tranquilidad le recorrió todo el cuerpo. Se fundió en un abrazo, le dio un beso y lo miró fijo. Gracias por todo, nos vemos, fueron las últimas palabras. Sus miradas se cruzaron sin querer irse hasta que Cata, la última de la familia, le tomo la mano y así se fueron.
Juan, encendió el auto y lloró. Sabía que fue su último momento juntos. La tranquilidad de poder despedirse, de sus últimas palabras, de una última mirada, lo acompaño por unos días. La mañana siguiente confirmaron su deceso.
Ahora queda el recuerdo de lo vivido.
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