Te veo caminar sin rumbo fijo. Sin tiempo de llegada. Te veo caminar con un andar desparramado, pisándote tu ropa, casi cayéndote en cada paso, pero firme. La calle es tu casa, la vereda es tu comedor y tu pieza, aquella esquina. Llegaste.
La lluvia hoy te moja mientras levantas un colchón prestado y simulas una segunda pared. El frio empieza a pegar como un poxirran vencido. Hoy tenes algo de comida, a diferencia de ayer. La comes despacio para que tu cuerpo vaya sintiendo el calor y que tu estomago no cruja de gula.
Nuevamente llegaste a tu hogar, una esquina en ochava. Esta vez la lluvia no te toca. Armas la cama y te acurrucas en posición fetal. Así como lo hacías con tu mama esas noches de miedo. Pones tu cabeza en una almohada inventada con tu ropa seca, esa ropa que te queda 2 talles más grandes, pero que te ayudan a abrigarte. Miras hacia la calle y tus ojos, un canal de televisión. Muestra la tranquilidad del barrio, la inseguridad y la pobreza. Vos también la vivís.
La noche pasa, como también pasa la lluvia. Un cuarto de vino se evaporo dentro de tu cuerpo. El frio pesa, como también pesa la noche. Como pesa el día.
Noche y día. Lunes y martes. No hay diferencia. Su caminar hacia ningún lugar, sin nadie que lo espere, se repite sin cesar.
Te veo caminar, sin rumbo fijo, solo recorres tu casa, día y noche. Solo recorres la calle, tu hogar.