Sobre el corcel indomable vi arder a los inocentes
y tú, vestida de fuego, eras el mundo sobre mi espalda
eras la espada y la conquista,
la exhalación de los ángeles caídos a la carne,
que en tus sueños susurraban el presagio de nuestro idilio,
de nuestro imperio de magia y sangre.
La lucha de clases hizo lo suyo
mientras llorabas mi traición con la fogata,
mientras mi cabeza y corona rodaban sobre el fervor de las masas
hacia la isla del purgatorio,
hacia el sueño sin tiempo,
después de perder el juicio de las almas,
y ser condenado a vivir como plebeyo
para descubrirte herida en el rosedal.
Entre la niebla, y vencedores de los siglos,
nos encontramos de nuevo, pero cubiertos de olvido
tras buscarnos en el mítico pasado,
tras comprendernos en nuestro lenguaje secreto,
sin saber que nuestros labrios, resecos por las arenas del tiempo,
se buscaban entre los ríos del Hades y los riscos de la eternidad.
Nada quedó de nuestro reino,
nada quedó de nuestra ardiente ambición,
nada más que nuestra habitual demencia,
y el interminable juego de rescatarte del mundo y de la carne
para traerte a la vida y disipar esta ignorancia mística
que adorna con ternura tu mirada solar
tan vasta y perdida como el mar,
como el naufragio de estos cuerpos
que se mienten entre los varios amantes
con los que aplacamos nuestra sed del alma;
que disfrazan este amor ancestral
de una tortuosa pero fraternal amistad. |