El incendio había comenzado al mediodía y no había dejado de extenderse. Las llamas saltaban de árbol en árbol sin que nada pudiera detenerlas. Las criaturas del bosque estaban horrorizadas. Lo único que les quedaba era huir de aquel infierno que parecía salido de las mismas entrañas de la tierra.
Aunque estaba atardeciendo parecía que se había hecho de noche de tanto humo que había en el cielo.
Entre las criaturas que escapaban del incendio había un grupo de ardillas voladoras a las que el fuego seguía muy de cerca sin dar descanso. Llevaban dos o tres kilómetros recorridos cuando encontraron tras unos arbustos la entrada de una madriguera tapada por una piedra. Una de las ardillas se apresuró a empujarla primero pero no pudo moverla. Luego otras fueron en su ayuda y tampoco pudieron moverla. Tenían que entrar como fuera. El fuego pronto las alcanzaría. Entonces una ardilla planteó que quizás en la madriguera estuvieran sus moradores y que quizás se apiadarían de ellas y les dejaran entrar si lo pedían. Y así hicieron, llamando desesperadas a los que suponían dentro.
En efecto, adentro, muy en silencio, estaban sus moradores, los conejos, escuchando los ruegos de afuera y sin atreverse a dar paso a quienes rogaban. La madriguera era el único lugar seguro en que podían salvarse las ardillas.
Entonces uno de los conejos que parecía ser el líder dijo:
—-Compañeros y compañeras, está claro que quienes así ruegan son ardillas y esta situación requiere de una decisión rápida. Tenemos que decidir qué hacer: si dejarlas fuera o dejarlas entrar. Yo opino que las dejemos fuera puesto que nuestra madriguera no es muy espaciosa y los víveres que ahora tenemos son limitados.
—-Son limitados, es verdad —dijo un conejo más joven—, pero no escasos.
—-Cierto, pero no sabemos cuántas ardillas reclaman entrar —contestó el Conejo Líder—. Quizás sean demasiadas y nos veamos desbordados. No podemos arriesgarnos.
—-¿Y vamos a dejar morir a nuestras amigas? El fuego avanza hacia aquí. Si estuviéramos en su situación querríamos ser ayudados —insistió el Joven Conejo.
Todos callaban. Estaban nerviosos porque no había mucho tiempo para tomar la decisión. Entonces un conejo de más edad intervino:
—-Tal vez cambie la dirección del viento y las llamas no vengan hacia este lado del bosque.
—-Sí, pero lo que dices no sabemos si va a ocurrir. Si no ocurre morirán. No podemos abandonar a las ardillas a su suerte —le respondió el Joven Conejo.
Otro conejo de mediana edad, dijo con tranquila y suave voz:
—-No, a su suerte no. Dios no abandona a su suerte a ninguna de sus criaturas. Dejemos que decida Él. Él sabe bien qué final le toca a cada cual.
—-Ya, pero ¿Y si Dios no existe, compañero? —le contestó el Joven Conejo—. Si no existe seremos responsable de la muerte de esas pobres. Y yo me sentiría muy mal sabiendo que pude salvarlas y no lo hice ¡Apartemos entonces la piedra de la entrada!
Así dijo, pero ningún conejo se movió. Seguían en silencio, llenos de miedo. Cada vez tenían menos tiempo. Afuera, las ardillas desesperadas intensificaron sus reclamos mientras se escuchaba el fuego cada más cerca. Los conejos se miraban indecisos y acobardados a pesar de las palabras que el Joven Conejo había pronunciado para convencerlos.
—-Supongamos, joven, que las dejamos entrar —-comenzó de nuevo el Conejo Líder— ¿No nos arriesgamos a que se corra la voz en el bosque y que otros animales quieran igualmente entrar? ¿No nos arriesgamos a que, como ya dije, no haya espacio ni víveres para todos? Además si el tiempo de incendio se prolonga y los que entran nos superan en número ¿No se sentirán más fuertes que nosotros y querrán quitarnos todo lo que tenemos cuando, sin poder salir, pasemos hambre? Ya dije que no podemos arriesgarnos.
—-¡Pues yo opino que no deben entrar! -gritó de repente un conejo desde el fondo de la madriguera. Otros dijeron lo mismo. Parecían muy enfadados.
—-Compañeros y compañeras, las ardillas morirán entonces sin tener culpa. El hombre daña los bosques y provoca los incendios ¿Qué culpa tienen las ardillas de que el hombre sea tan irresponsable? —dijo el Joven Conejo.
—-¡Tampoco nosotros tenemos culpa! —vociferó de nuevo el conejo del fondo—. Además no es culpa nuestra que las ardillas hayan elegido vivir en los árboles y no bajo tierra, más protegidas. En otras lugares del mundo dicen que tienen hermanas que cavan la tierra y hacen madrigueras igual que nosotros.
Esto dijo y la mayoría de conejos pensaba igual.
—-Sí, pero siguen sin tener culpa -volvió a contestar el Joven Conejo-. Las ardillas de nuestro bosque son una especie de ardilla voladora que salta de rama en rama. Los árboles han sido durante miles de años sus hogares naturales, como nuestros son las madrigueras. No han elegido vivir en los árboles. La naturaleza dice dónde debe vivir cada cual.
Cada vez que el Joven Conejo terminaba de hablar todos se quedaban callados. Entonces empezaron a escuchar a las ardillas gritar aterrorizadas. El fuego estaba ya muy cerca de ellas, pero los conejos no querían aún dejarlas entrar, no querían hacer caso de las razones del Joven Conejo.
—¡Compañero! —volvió a hablar el Conejo Líder—. Eres muy joven y por eso ignorante del daño que en el pasado nos han hecho las ardillas. Son un verdadero mal para nosotros. Nuestras colonias podrían haberse desarrollado mucho más de no haber convivido con esta clase de ardilla. Las ardillas voladoras han devorado durante años casi todos los frutos colgados en los árboles impidiendo que cayeran aquí en tierra para poderlos comer nosotros. Siempre fue así. Las ardillas voladoras son muy egoísta por naturaleza.
—-Yo pienso igual -gritó de repente el conejo del fondo—. Por eso el Joven Conejo no tiene derecho a pedirnos que salvemos a las ardillas cuando ellas siempre nos han quitado el alimento. Pedirnos que seamos comprensivos con ellas es injusto ¿No será que necesitará él estar unos años fuera de nuestra colonia y convivir con sus amigas para ver que tal le va? Quizás así deje de ser tan estúpidamente solidario ¡Que se vaya con ellas! Seguro que volverá pronto con la cabeza gacha, arrepentido y haciendo más caso de las palabras de nuestro Conejo Líder. También será más agradecido y amoroso con todos nosotros que le hemos visto nacer, le hemos cuidado y le hemos alimentado desde que era una cría.
La gran mayoría aplaudió el discurso. El Joven Conejo ya no supo qué responder. Era imposible convencerlos. Se sentía triste y con ganas de llorar al pensar en el final que les esperaba a las pobres ardillas. También se sentía avergonzado creyéndose egoísta respecto de la comunidad de conejos que siempre le había ayudado en la vida.
Entonces un conejo que todos conocían tomó la palabra. Era el Viejo Conejo, el más viejo de la colonia, y quizás por ello, el que más había sentido y padecido en la vida. Pese a no ser el líder, todos lo respetaban y solían hacer caso de sus sabios consejos:
—Nuestro joven compañero no tiene de qué avergonzarse. Él es noble, valiente y justo. Todos los que aquí estamos, existimos gracias al resto de criaturas del bosque, tanto animales como plantas. Nuestra vida y muerte es necesaria para que exista todo el ecosistema. Si una especie se extingue se extinguirán poco a poco todas las demás del ecosistema. Tenemos pues que proteger también a nuestros diferentes, a las demás especies, incluso en momentos tan difíciles como los de ahora. Ellos son ardillas; nosotros, conejos; pero en algo somos iguales: pertenecemos a la misma cadena de seres vivos que nos da existencia y nos mantiene aquí en la Tierra como especies. No destruyamos nuestra unión natural ¡Dejemos entrar a esas pobres que nos piden ayuda y pensemos luego en cómo resolver los problemas que aparezcan! El miedo al futuro nunca sirvió para nada.
Así habló y nadie le llevó la contraria.
La piedra en la entrada de la madriguera fue entonces rápidamente apartada y las ardillas entraron felices.
David Galán Parro
23 de junio de 2024 |