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Recuerdos escolares.

Parte uno.

Uno.

Estrenábamos colegio. Habíamos pasado de infantes a escolares en toda regla. A mí me colocaron en los pupitres de atrás. Ya tenía, uno, aunque vaga, cierta conciencia del mundo. Cuando los preliminares de la maestra, aprovechando mi privilegiada posición, hice cómputo.
Estábamos en la clase, así resumiendo, ocho ricos y treinta pobres- chicos y chicas. Lo recuerdo porque aquella misma tarde también descalabré a mi abuela. Involuntariamente- qué duda cabe-, pero igual descalabrada. La hazaña fue muy celebrada en el pueblo, y, al día siguiente, me felicitaron los compañeros. Ya que me felicitaban, no dije nada sobre la involuntariedad del proceso. Entonces era que los niños nacíamos contra el mundo. No como ahora que nacen procesuados. Yo estaba dentro del grupo de los pobres. Pobre descalabrador, pero pobre. Pobre con cierta aura de prestigio por ello, pero pobre. Ni que decir tiene que mi abuela me cogió ojeriza. Había también poco sentido del humor por aquel tiempo, sobre todo en los pobres como nosotros.
Ser pobre era algo que se respiraba, como lo de ser rico. Y ello, hasta tal punto, de hacerme pensar, ya de mayor, si no se trataba de algo contenido en el ADN; si no era una cuestión biológica y no sólo económico- social. El caso es que apreciada claramente, al menos en el mundo de la infancia. Desde mi posición privilegiada, para todo este tipo de componendas mentales, en los últimos asientos, no me resultó difícil hacer aquel balance. De entre todos los que no eran pobres, destacaba Laurita; y uno, traicionando a su clase, como hubieran barruntado seguramente las otras chicas pobres como yo de haberlo sabido, estaba enamorado de ella.
No me pareció de recibo descalabrarla para hacerla sabedora de mis ocultos sentimientos, así que me los guardé, no dando noticia a nadie de ello. El amor es una pulsión innata; es luego el juego social el que la frustra. Pero no era extraño, pude comprobar, que surgiera espontáneamente entre nosotros sin atender a criterio material alguno.
Por lo que se refiere a mi abuela, lancé la piedra, y cuando más vuelo tomaba, volvió ella la esquina, coincidiendo ambas- la piedra y mi abuela- en la trayectoria. Con todo, no hubo manera humana de convencerla de que no había aviesas intenciones en ello. Es otra de las consecuencias de la edad adulta; que todo parece fruto de una conjura.

Dos.

Pero no todo fueron desaguisados en mi infancia. Al menos era un alumno aplicado, interesado en las enseñanzas. Más que interesado, sorprendido por ellas. Me gustaba mucho la geometría, los resultados prácticos. Y la geometría era una puerta abierta a ello. El número “pi” me subyugaba. La medición de la tierra, que es cabalmente lo que significa la expresión, sirve también para ampliar los horizontes de los niños. Luego, el despuntar del alba erótica, todo lo relativiza. O le da una dimensión, importante, nueva, pero hasta entonces, para el infante curioso, es sorprendente apreciar cómo teniendo en cuenta un solo dato se puede llegar a conclusiones tan relevantes. Y así pasaba con el número “pi”. Lo mezclabas en aquella coctelera con el radio y la longitud y sabías el agua que cabía en un bidón. A mi abuela, por ejemplo, saberlo, le causó la misma sorpresa que el descalabramiento anterior, por lo que, en cierto modo, me levantó la pena. Pero, creo, nunca se le olvidó del todo, y cada vez que me veía se le ensombrecía el rostro, siendo inevitable aquella asociación de ideas.
Un poco más tarde me quedé sin ella. Sólo entonces supe cuánto la necesitaba. Y, por qué no decirlo: quería. Quizá por haberla descalabrado, pues son siempre ocultas las razones del alma. A Laurita la seguí amando en la distancia. De la escuela, sólo fue ella, acompañada de su madre, al funeral de la abuela. De amarla- entonces- pasé a idolatrarla. Pero sabía que aquel amor larvario no tenía perspectivas de desarrollo halagüeñas, así que me casé con otra.
Mucho tiempo después supe que- inopinadamente- aquella resolución le partió el alma. Que se había también enamorado de mí, precisamente el día en que corrió mi fama por el pueblo de descalabrador de ancianas. Las razones del corazón nadie las entiende, ya decimos.
Sospecho que precisamente por haberme casado con otra, que de haber perseverado en la idea primera, me hubiera quedado sin el galgo y la cadena. Pero son reflexiones que hago ahora de viejo, que en aquel tiempo sólo eran intuiciones no demasiado elaboradas.

Parte dos.
Uno.
La vieja mujer no se quitaba de la cabeza que había sido otro el que me hubiera dado el aviso de que la abuela estaba cerca. A los niños se nos tenía como conspiradores natos contra la edad adulta. En lugar de abordar los problemas reales- pensé después- veían en la infancia la razón de la maldad y la conjura. En lugar de parar mientes en la economía real, elaboraban extrañas teorías de que el mundo conspiraba contra aquel terruño no se sabía por qué razón misteriosa. El caso es que no entraba conforme con que había sido el azar el que había operado la causa. Claro que, bien pensado, al estar todo relacionado con todo, tenía la mujer razón de pensar que había algún tipo de maquinación contra ella. No obstante, hubiera podido jurar ante mí mismo, que sólo fue el haber nacido la razón de la causa. Quizá debiera haber sido castigado por ello, pero tampoco se me escapaba que en aquel nacimiento había tenido también algo que ver la abuela. En realidad, por tanto, había sido ella misma la que se había lanzado la pedrada. De haberse abstenido de propósito fecundador reproductivo alguno no hubiera existido lance como el de la piedra.
El caso fue que se murió con la duda.
- Rafaelito- me dijo cogiéndome la mano-, júrame que no me tiraste aposta la piedra.
- Abuela, no hace falta jurar nada. Quédese conforme…
No me dejó terminar el discurso y expiró la pobre con la duda.

La mujer llevaba razón en preguntarlo, porque si era que había conjura- pensé después- el mundo era, en resumidas cuentas, una trampa. Y todo ello hasta las últimas consecuencias: vida ultraterrena incluida. No sé si la habría o la habrá ni si en general es una trampa, pero en mi fuero interno hay que decir que aquella piedra fue una más de las que uno lanzó durante su infancia. Tampoco me era ajeno ni extraño que la abuela cifrara en el caso concreto que le concernía sus propias conclusiones y esperanzas. Posiblemente no fuera ni una cosa ni otra y en el mundo se mezclara la inocencia con la culpa, el azar con la deliberación, la necesidad con el albur caprichoso, el destino con la casualidad, pero la mujer no me dejó terminar la frase, aunque, me gusta suponer, que la expresión de mi mirada hablara antes que mis propias palabras, y se fuera confortada a la otra vida.

Dos.

Lo de la otra vida, pude comprobar después, era un decir, pues los años me fueron enseñando que no es que hubiera dos: una terrenal y otra extraterrena, sino que, cabalmente, y hablando con propiedad, lo que no había era ninguna. Dudo si extrapolable a toda condición y lugar, pero sospecho que en aquello sí éramos especiales los de la zona. Disputándose cada palmo de terreno no había allí ocasión para la tregua.
Con todo, mi infancia fue bastante satisfactoria, pues estos sinvivires que narro, durante la infancia, no exenta de los mismos, hasta tenían su gracia. Aquel juego cruel que se revelara la vida, al menos por estos pagos, tamizados por la inocencia de la edad, eran sólo juego, algo lúdico, alejado, incluso cualitativamente, de la realidad postrera.
Uno cree que es el despuntar del alba erótica, la reproducción, el apareamiento, lo que hace que el juego se convierta en guerra. Pero tampoco es posible imaginar que es una constante universal el trajín que se lleva por esta tierra, pues algo definitivo habría de haber ocurrido, dado que no es posible imaginar tanta discordia como aquí había.

Tres.

Pero, hasta entonces, aquel juego nos tenía entretenidos y ello hasta el punto de hacer plácida la existencia. En aquel mundo simplificado daba la impresión de que todo encajaba. Pocos alcanzaban la sospecha de que estaba así, hecho aposta. Uno no tenía razones para sospecharlo, pues en casa apenas se hablaba, pero en conjunto fue satisfactorio aquel despuntar a la vida. Nuestro nivel de vida, como era imposible compararlo con el de lugares con mayor fuste, no nos causaba alguna congoja. Sólo que veíamos que, quizá impuesto por la necesidad del juego social, había diferencia entre unas gentes y otras. Uno, posiblemente conservador en la materia, no apreciaba que hubiera algún tipo de heroicidad en nuestra pobreza. El tiempo confirmó mis sospechas, no sin alumbrar bastantes matices nuevos a la circunstancia. Que no era tan claro que anidara la virtud siempre en la riqueza, ni que no hubiera pobres que lo fueran por decisión propia. Tampoco, aun conservador en la materia, como decía, albergaba sentimientos de envidia. Estaba conforme con lo que me había correspondido en el lote, incluyendo en él todo tipo de circunstancias. También apreciaba que la auténtica riqueza era de alguna manera la grandeza de alma, que no todos los ricos tenían. Y era que cuando se huye de la pobreza, al final, ésta, siempre te alcanza.

Tercera parte.

Uno.

Pues bien, Laurita la tenía. O era que el amor empañaba mi vista. Discreta, inteligente, generosa, amén de guapa, reunía las condiciones para enamorar a cualquiera. Pero, como de resultas, era callada y discreta, y por tanto no se supiera bien si era tonta o lista, estaba en reserva su mano y no era de las más solicitadas.
No obstante, no podía evitar sobresalir en los estudios, y cuando la maestra daba de viva voz los resultados, se confirmaba lo que se ocultara, y en sentido positivo. Al menos, aunque no dijera este pico es mío casi nunca- haciéndole parecer retraída- sabía resolver los problemas de matemáticas. Pero a los chicos, creo recordar, nos gustaban las niñas guerrilleras, pues el silencio tenía por entonces un cierto matiz de no saber qué decir; en resumen: de ser cualidad del- como se decía- sonso o sonsa. Hay que ver lo que es la palabra.
Por tanto, como decía, la discreción sólo es un valor adulto en alza. Al menos en aquella villa. Y que, al menos entre los chicos, estaba sobrevalorada la palabra. Pero su silencio era, para mí, lo suficientemente elocuente para hacerla atractiva. Y allí, desde el último rincón del aula, la espiaba. Desde aquella privilegiada posición controlaba lo que se decía sobre la tarima y lo que ocurría en el aula. También lo que pasaba en el patio; pues daba a la ventana.
Entonces, de repente, se hacía la hora del recreo y todo en aquel patio de colegio era algarabía. Algunas veces, mientras degustábamos el bocadillo que nuestra madre nos había puesto en la cartera, departía con ella. Como a mí me cundiera más que a ella, al final me cortaba un trozo del suyo y me lo ofrecía.
Laura tenía poco apetito, se criaba más bien enjuta y no demostraba tener demasiadas ganas. Como siempre le sobraba algo, para no enfadar a su madre con los restos de lo que le echaba, incluso le venía bien compartirlo, no causándole los problemas de conciencia típicos consecuentes a haberlo arrojado a la papelera. Y es que, creo recordar, era un pecado y no venial, por aquel tiempo, desperdiciar la comida. A uno también le venía bien degustar aquellas ambrosías que su estatus proyectaba, también en la comida. Después nos acercábamos a la fuente y nos echábamos un trago de agua.

Ya estábamos listos para sobrellevar la segunda parte de la mañana.

Dos.

Por la tarde las enseñanzas eran más livianas. Tocaba Religión o Expresión Plástica. Y acudíamos allí con una relajación de espíritu que no se diera durante la mañana. Algunas veces salíamos a corretear por allí en un remedo de lo que hubiera podido, de haber contado con medios materiales adecuados para ello, llamarse Educación Física. Y que así eran sólo “carreras pedestres”, y bastante anárquicas. También dábamos patadas a un balón en unas porterías configuradas imaginariamente a través de dos piedras. Para determinar lo que era gol había que acudir, antes que a la realidad, a la opinión mayoritaria.
- Ha ido demasiado alto para ser gol- objetaba siempre el titular de la portería.
Es decir, se cantaba gol como por democracia. En este sentido éramos unos precursores, pues lo más parecido a una votación en aquel tiempo eran cuestiones como aquella de determinar un resultado por apreciación consensuada. Al día siguiente siempre había revancha. Y al otro, contra revancha. En un proceso infinito que no se supo nunca cuando terminara. Sólo que de repente, también, éramos adultos y no nos llamaba demasiado a la atención todo aquel ritual de juego anárquico y diversión barata. Las chicas jugaban a otras cosas; a la comba. Posiblemente tampoco tuvieran demasiada conciencia del momento en que se acabó aquello y ya no les hiciera gracia.

Tres.

Pese a su importancia, uno no recuerda nunca su último partido, el día en que se dejó para mañana la revancha y ya no se produjo, ni habría en adelante más revanchas. Lo que sí se recuerda es el primer beso. Quizá ambos procesos vayan paralelos. Se dejó la revancha y uno se olvidó del partido entre los brazos de alguna chica. En adelante los amigos serían unos atorrantes insufribles, infantilizados por el balón y las revanchas. Lo que suele ocurrir, sin embargo, es que a ellos les pasara lo mismo, y que aquel día de la revancha, probablemente, nadie apareció por la cancha. Quizá el propietario del balón, el último fiel a los partidos definitivos en los que se establecía quién era quién, fue. El que, quizá, tras la sorpresa, estuvo riéndose un poco de aquel desplante y otro de sí mismo. Pero tampoco es descartable que extrajera alguna sabia enseñanza. Posiblemente, con la pelota de fútbol, ensayó solitario luego, en una pista vecina, unas canastas.
- Quién mascó la nuez este día- preguntó el padre del propietario balompédico, al llegar a casa.
Y el otro tuvo, también acaso, que ensayar una mentira, jurándose a sí mismo que algún día se las pagaríamos todas juntas.

Parte cuarta.
Uno.

Y todo el mundo puso alguna excusa, hasta el propietario del balón alegaría disculpas por haberse tenido que ausentar aquel día.
- O sea que no fue nadie a la pelota- dijo alguien. Ya habrá otro día.
Pero ya no hubo más días y el partido definitivo quedó en tablas, como casi todo en esta vida.

Dos.

Con los primeros gallos en la voz y una incipiente pelusa sobre el bigote, ya no era de recibo andarse tras el cuero a empellones, y aunque todavía no nos dieran chance de entrar en la discoteca, la pueril diversión futbolera se quedaba corta. Por si todo esto fuera poco, además, las chicas del colegio- nuestras compañeras- nos tenían por poca cosa para ellas. El suicidio hubiera sido una decisión bastante digna.
Pero ninguno de nosotros hicimos uso de la misma, quizá nos juramentáramos para otra revancha, esta vez no futbolística.
Y fue pasando el tiempo y empezamos la secundaria unos, y otros, quizá más atinadamente, se retirarían al mundo del trabajo. Nuevos amigos, nuevas Lauritas. Laura empezó la secundaria en un colegio de la ciudad, de campanillas. Y allí terminó nuestro platonismo, pues yo me tuve que conformar con el nuestro, con el de la pista de fútbol de toda la vida. Ni que decir tiene que echando en falta su porción, de jamón del bueno, de bocata. También hubo otro aplazamiento, otra prórroga, que ya no se materializó, pues en adelante sólo nos vimos en la distancia.
Tres.
Llegó el día en que por fin, y por un módico precio, entramos de usuarios, con todos los derechos, en la discoteca. Con la pelusa del bigote rasurada, entramos en aquel mundo mágico, en aquella especie de caverna platónica. Antes hubo que probar lo que allí se expendía. El primer whisky que uno se echó al coleto le supo a madera, como si le hubiera metido un lengüetazo a una tabla. Los cigarrillos ya sabíamos a qué sabían. Aquellas costumbres perniciosas y hasta desagradables se iban haciendo tolerables con el tiempo, para pasar a ser, de perseverar, placenteras. El caso fue que nos fuimos haciendo cómplices de la industria tabaquera. Por aquel tiempo era un paso, debido, más que simbólico, hacia la edad adulta. Y así empezaron a adornar los paquetes de tabaco nuestra pechera.
Pero antes hubo que alojarlos en lugares más discretos, pues aquel paso a la edad adulta no era, frecuentemente, bien tenido en casa. El tobillo hacía entonces de frontera. Alojados en el calcetín- dado que tenían un protector de plástico- entrábamos en nuestros feudos con total discreción la mercancía. Aquel cómplice de nuestras primeras ilegalidades procuraba instantes de lucidez y hacía compañía. Luego, como casi todo en esta vida, hubo que dejarlo, pues no era posible sostener indefinidamente aquel remedo de chimenea de locomotora.

Cuatro.

Y, por fin, también, uno supo cómo sabían los labios de una fémina. No digo mujer, porque mi vecina Antía no entraba aún en los estándares, de no forzarlos demasiado, de tal categoría. Y me refiero a un beso de verdad, no a los besuqueos intermitentes que daban de pascuas a ramos en la cara las madres y las tías. Fue en el cine del pueblo. Nos habíamos colado, con la excusa de buscar a nuestros padres en misión urgente. Sylvia Kristel, famosa luego por la saga de Emmanuelle, estaba en todo su esplendor. Recuerdo que la película se llamaba “la primera lección”. Quizá contagiados por el título, sentados en la última fila, dimos rienda suelta a lo que se veía en pantalla. Ah, y sabían bien, toda una primicia.














Texto agregado el 23-06-2024, y leído por 72 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
23-06-2024 De nada. eRRe
23-06-2024 Parte uno: Estrenaba colegio, ubicado en los últimos pupitres. Observé con atención la composición demográfica: ocho niños ricos, treinta pobres. Mi abuela fue víctima involuntaria de un incidente conmemorado en el pueblo. eRRe
23-06-2024 Parte dos: A pesar de mis travesuras, era un alumno aplicado, fascinado por la geometría y el número pi. La muerte de mi abuela me hizo reflexionar sobre mi vínculo con ella y con Laurita, a quien amé desde la distancia. eRRe
23-06-2024 Parte tres: Desde mi privilegiada vista trasera en clase, observaba a Laurita. La discreción de ella la hacía aún más atractiva para mí. Juntos compartíamos momentos en el patio y discutíamos sobre trivialidades infantiles. eRRe
23-06-2024 Parte cuatro: En la secundaria, las relaciones cambiaron. Laura se mudó, terminando nuestro vínculo platónico. Experimenté la entrada a la adultez con la discoteca y los primeros besos, mientras exploraba nuevas experiencias. eRRe
 
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