Gómez nunca me agradó, cada vez que hablábamos se hacía el enigmático, tenía costumbres extrañas, usaba gafas aunque no las necesitaba, creía que así se veía interesante.
Yo lo espiaba. Una vez lo vi entrar a su casa con picos y palas.
Conocía sus costumbres y horarios. Un día entré cuando él no estaba.
Me sorprendí al notar que había un pozo. Tuve mala suerte: Gómez regresó antes de lo previsto y tuve que esconderme. Él entró al pozo para seguir cavando.
Un rato después subió y fue a descansar. Había dejado una escalerilla que permitía bajar, así que descendí.
Todo estaba oscuro y húmedo, y al llegar al final de aquel hoyo noté que hacia la izquierda se veía una luz. Había una especie de galería subterránea, avancé a tientas hasta que llegué a una hermosa sala.
Una lámpara iluminaba el lugar, un sillón antiguo se hallaba en un rincón. Gómez estaba sentado allí con su habitual sonrisa complacida. Me miraba intensamente cuando dijo: seguimos analizando las profundidades de su inconsciente, querida Laura. Pero si usted no pone voluntad, no podemos avanzar.
Entonces aparecieron las personalidades que había mantenido reprimidas y le dijimos que queríamos finalizar ese análisis. Noté que las paredes comenzaban a desmoronarse. Gómez decía que solo faltaban unas pocas sesiones, pero nosotras escapamos mientras el pozo se cerraba para siempre.