Está el producir y está el no producir.
Vemos a un niño en la playa. El niño tiene una pala y un cubo. El niño llena de arena el cubo hasta su borde pacientemente, sin apuro y luego lo voltea. Lo que pretendía fuera una torre se desmorona. Lo que esperaba que fuera no ha sido. No llora el niño por el resultado de su intento, sino que se dispone a repetir la operación. Esta vez en el momento del volteo toma sus precauciones. Aún así la torre no quiere tenerse en pie y cae. El montón de arena se resiste a ser aún lo que el niño espera. Vuelve el niño a un tercer intento. Llena el cubo de nuevo, pero esta vez, ha echado arena húmeda y presiona la superficie que alcanza el borde. Se asegura, dando golpecitos en ella, que quedé compacta —no sabe lo que es compacta— y luego voltea una vez más el cubo. Ahora, sí. El montón de arena deviene torre firme ante sus ojos triunfantes. Lo que esperaba, ya es.
Solemos contemplar este hecho como quien contempla la luna, la lluvia, una hoguera en la noche, el propio mar. Se nos antoja inagotable a los sentidos. Admiramos la relación intima entre el productor, el niño, y lo producido, la torre. Nos fijamos en los sencillos medios de producción del niño, la palita y el balde, y en la materia prima que emplea, la arena. Vemos cómo opera con la palita y el balde y cómo se decantó finalmente por la arena húmeda, más adecuada para su propósito de compactar la torre. Ha pensado para alcanzar su meta. No hacemos juicio de su actividad productiva en tanto no producimos nada. No hacemos juicio de su relación íntima, emocional, con lo producido. Esto es sagrado, inviolable. Si podemos le animamos a que acometa siempre la actividad con ilusión, afán y paciencia. Si somos productores como él, pero con más experiencia práctica, tenemos cierta autoridad para ofrecerle, no imponerle, otras alternativas.
Si además el niño es nuestro hijo el hecho descrito y nuestra relación con el mismo adquiere dimensiones emocionales gigantescas.
Sabemos que el productor, el niño, produce la torre, pero sabemos también que lo producido, la torre produce al niño como productor. En las múltiples y diversas ocasiones en que el niño acomete la tarea, el niño se produce como productor, y se produce no como productor animal, no pensante, sino como productor humano, pensante. Por medio de su pensamiento, el niño se humaniza como productor. Son las hermosas leyes de la dialéctica presentes no solo en los hechos naturales sino en la misma actividad productiva del hombre lo que debemos descubrir.
¡Cuánta riqueza nace de la actividad productora del hombre, en sus dos vertientes, la material y la espiritual!
Ahora volvamos al principio. Está el producir y como dialécticos que somos sabemos que está su opuesto, el no producir. El no producir al no ser, no produce nada. No está siquiera por encima del producir animal, del producir no pensante. No comenzó siquiera su andadura, su evolución. No ha superado a la naturaleza. Luego el no producir mantiene absolutamente al ser humano en la animalidad y un ser humano en la animalidad no trasciende jamás su estadio primitivo natural.
¿Cuál es entonces de forma concreta la relación negativa absoluta del no producir sobre el producir? La relación de barbarie.
¿Y qué es entonces un bárbaro? Un individuo que sin producir pretende la destrucción del individuo que produce. O en términos mucho más abstractos: el ser que no es negando al ser que es.
David Galán Parro
19 de junio de 2024 |