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Decadencia espiritual y deceso.
(Éxito post mortem.)

Primera parte.
Uno.
Sólo los pájaros y los gatos no sabían que se estaba cociendo algo en el pueblo. Bueno, quizá los perros tampoco. Y acaso tampoco el vecino Ausencio. Un caso nuevo de éxito post mortem se estaba allegando.
Mientras la mayoría del paisanaje seguíamos haciendo como que estábamos vivos, los acontecimientos, a punto de verse desatados, se palpaban como una presencia significante. Y, por otra parte, digo también quizá, porque los perros suelen ser más inteligentes que los gatos- que viven en su mundo, ajenos a todo lo que no sea estirarse, abrir la boca y darse paseos bastante erráticos. Posiblemente algunos perros, por tanto, se estuviesen oliendo algo: sabido es que gozan también de muy buen olfato, pero en general tampoco los cánidos podían vislumbrar lo que sí el común de los mortales, exceptuando al sordo Ausencio, que vivía solo, sin audífono y medio ciego.

Sin estar muerto del todo, nuestro vecino Policarpo, a favor de todo pronóstico, estaba a punto de pasar al otro lado, pues la luz blanca parecía estarlo llamando. El resto de los intérpretes lo sospechábamos, quizá también algunos cánidos. Y era que al Policarpo se le estaba empezando a notar aquel proverbial disimulo nuestro. Aquellos pasos no entraban ya dentro del teatro- del gran teatro calderoniano- sin parecer un burdo remedo. Una función tan deslucida que no cabía en el paradigma, al menos local, de estar medio sano.
Mientras los pájaros seguían con su función de hilo musical, y gratuito, del pueblo, al señor Policarpo le iban fallando las tablas. Ya no le alegraba aquel orquestal gorjeo, signo inequívoco de decadencia por estos pagos. Mientras los gatos seguían con su acostumbrada exhibición de autismo y los pájaros ensayaban novedosos reclamos, se empezó a hacer de nuevo visible aquel que nos hubiera privado de su presencia durante largo tiempo, haciéndose, como digo, de repente, patente en el pueblo. Sólo la gente con mal olfato, quizá también algún sabueso humano atolondrado, vio en ello algo que no fuera aquel canto de cisne anunciado.
La hora de las alabanzas le estaba llegando.
Mientras el mundo se debatía en infinidad de conflictos armados, nuestro convecino parecía estarse, con su repentina e inopinada presencia, despidiendo. Y era que hasta los niños veían los signos de la muerte en su rostro. No se me pida que los explique, pero son manifiestos. Algo en la mirada; otro tanto en el color de la tez y en la forma de andar, agachando testuz, nos lo estaba diciendo. Aquel que nos hubiera despreciado durante largo tiempo, anteponiendo las páginas de contactos del Internet a sus propios convecinos, ante la hora postrera, nos hubo de dar la razón. Ya se lo habíamos demostrado con el papel cuché a Benito- otro vecino refugiado, éste, en revistas y folletines, incluso de no demasiado buen tono. Algo, qué duda cabe, más prosaico, pero de parecida factura. Aquellos destellos luminosos de la pantalla no suponían gran adelanto- se lo habíamos advertido. Policarpo, ante la hora postrera, vino, sucumbiendo, y haciendo verdad los pronósticos, a buscar algo de calor humano verdadero.

Por ello, cuando aquella noche oímos aullar, lastimeramente, a su perro, no corrimos prestos a ofrecer auxilio alguno, pero, en nuestro fuero interno, se configuró el concepto de que al día siguiente- todo lo más pasado aquel día- habríamos de hacer visita al camposanto. Y, efectivamente, y no era que nos lleváramos demasiado bien desde el episodio del Internet, pero había que enterrarlo y allí acudimos, pues fue cierta la suerte de aquel aciago presagio.

Dos.
Por lo que aquella representación general se quedó coja de un miembro. Con su muerte, la edad media del pueblo bajó unas décimas, pero fue algo insignificante, por seguir superando la de setenta años. Ya digo, nuestra ocupación general: la de aparentar seguir estando vivos, no ganó ni perdió con aquella muerte apreciables enteros, pero, sin Policarpo, se hizo más patente, pues cuando la guadaña pasa cerca, es inevitable sentir miedo.
De seguir un orden estrictamente cronológico, el siguiente en entregar el alma era yo mismo. Había sido compañero de pupitre del internauta- en los lejanos tiempos en que había escuela en el pueblo- y llevaba cómputo certero del asunto. No diré que me agradó mucho saber que la siguiente bala de aquel macabro tambor era uno mismo. Sólo el lapso era una incógnita, pues en aquel pueblo se seguía un misterioso orden cronológico estricto. Razón por la que se apoderó de mí el canguelo, y las gentes, ya, incluso, me felicitaban de muerto. No sin cierta sorna, es cierto.

Tres.

Pero, hete aquí que por aquel entonces vino a suceder un hecho llamativo en el mundo y también en el pueblo. Lo que será objeto de narración, a quien curiosidad tenga, en futuros encuentros.


Segunda parte.

Uno.

Aquella interpretación, que tenía algo de teatro, como decíamos, adquirió matices forzados, cuando entre nosotros se diera el primer caso.

Un misterioso virus por el año veinte se enseñorearía del mundo. Y así fue cómo la siguiente bala del tambor no fue un servidor, pues el sordo Ausencio salió templando gaitas, inopinadamente, asfixiado, y, raramente, sin lazo alguno en torno al gaznate, para el cementerio, igualito, aunque por otras causas que el Policarpo. Aquel misterioso lazo se llamaba covid y así nos lo explicó el médico. Al parecer, el virus- era un subtipo, como el de la gripe-, provocaba una infección pulmonar tal que la gente se asfixiaba, como si se tratara de la soga de la horca o de un estrangulamiento, pero a través de un bichito microscópico que se alojaba en la sangre y provocaba aquellos lazos invisibles tan misteriosos. Y que se tardaría un tiempo en ponerle remedio- también advirtió el galeno.

El pueblo, que había sido ajeno a tantos adelantos como había visto y dado el siglo, sin embargo, no se había visto privado de aquella pandemia- palabra también nueva entre nosotros- pues, según se dijo, tanto el Ausencio como el señor Renato- segunda víctima-, habían servido de conejos de indias para ponernos a los demás sobre aviso.
Y así, durante un par de años, el parque del pueblo- lugar de cita de todos nosotros-, semejó un oasis en mitad del desierto. Pero un oasis vacío, donde dejaron de corretear los escasos niños y de hacer vida social los ancianos. De hecho, el Ausencio, como decía, se murió sin saberlo. Al principio, la gente pensó que había sido la soledad, el causante de la muerte de este último, pero no fue la tal que fue el virus.
Dos.

Como en la novena sinfonía de otro sordo insigne, llamó la muerte a la puerta de nuestro vecino Ausencio. Seguramente lo hizo de manera notoria, por estar sordo. Luego se especuló mucho sobre las razones del contagio, pues aquel pueblo no era de muchos viajes, ni de muchos contactos. Pero al principio nadie reparó en que podía haber sido debido al virus. Simplemente, cuando pasó la asistenta, al día siguiente, estaba en la cama muerto. Así, sin avisar. Los servicios sociales le tenían asignado al Ausencio una asistenta que pasaba una vez por semana a arreglar un poco aquello. Aquella semana lo encontró recién muerto. Luego se supo que fue ella, que venía de la capital, la causante del contagio. Ni que decir tiene que se extendió la sospecha por el pueblo. En adelante nos empezamos a mirar todos con bastante recelo, pero aquel misterioso mal no dejaba huellas visibles y podía estar incubado sin mayores signos aparentes que un simple resfriado.
El paso siguiente a la sospecha fue el aislamiento. El pueblo, ya de natural vacío, semejó entonces un erial todavía más desértico.

Tres.
Al principio se pensaba que se trataba de alguna especie de castigo divino por algo malo que habíamos hecho, pero en seguida se reparó en que no había muchas ocasiones de ofender a dios por aquellos andurriales. De cualquier manera, como allí no se daba puntada sin hilo, se nombró una comisión al respecto, para sacarnos de duda al menos. Y se llegó a la conclusión de que lo nuestro no tenía la suficiente enjundia para clamar al cielo. Eran ajenos, por tanto, a nosotros, los pecados causantes de los males que la asistenta nos había importado, si es que finalmente era ella la causante de aquel contagio. Y ello teniendo en cuenta la opinión de Don Severino, el médico.
Nadie había estado en casa del Ausencio más que ella. Lo cierto también era que al Ausencio lo teníamos bastante abandonado. Quizá, por ello, era parte responsabilidad nuestra aquella defunción, pero lo era también que había que andarle a voces para que se enterara y la gente había perdido la paciencia hasta tal punto.
Lo que nos hizo reflexionar sobre los frágiles hilos de la existencia: la diferencia entre la vida y la muerte podía ser simplemente un aparato audífono.

Cuatro.

De cualquier manera, tampoco abundó demasiado la comisión sobre el asunto. Para el pueblo, era impepinable que todo mal tenía que ver con dios, y las ofensas inferidas al sumo hacedor estaban siempre detrás de las fatalidades de este mundo. La promiscuidad- decía Don Servando desde el púlpito- siempre encuentra castigo; así como si la aldea pudiera tener madera de una Sodoma al uso. Aunque, lo cierto, desde el descubrimiento del viagra ningún lugar estaba exento. Pero no era tal la razón que esgrimía Don Servando. Posiblemente no lo fuese ninguna, y aquellas filípicas obedecieran, antes que a otra cosa, al agotamiento de su repertorio.
El caso fue que dio la misa y enterramos en cristiano al Ausencio, cuando el que tuviera que estar en la caja- por orden cronológico- fuera uno mismo. Desde la grada, puede decirse también, presencié, de alguna manera, mi propio entierro. El virus lo había dispuesto.

Cinco.
Don Severino nos reunió el viernes siguiente al de la defunción- día que venía a la consulta semanal- a todo el pueblo. Que tampoco era decir mucho, pero allí estábamos todos los vecinos, enmascarillados y atentos. Así supimos que una ola de enfermedad se estaba apoderando del mundo. Y que era menester tener precauciones y observar una conducta rigurosa, por ser aquel un mal enjundioso hasta tal extremo. Ese mismo día nos enteramos que tal virus, y no otra razón misteriosa, había sido el causante de aquel desajuste cronológico.

Tercera parte.
Uno.

Aquella decadencia en que se vio inmiscuida la villa, sin comerlo ni beberlo- como se suele decir- formaba parte de otra más general, que podíamos llamar: decadencia espiritual de occidente. Así lo dijo el Benito- poco antes de marcharse del pueblo. Su hija, que vivía en Barcelona, se lo llevó consigo, por tener la localidad, en proporción a la población, uno de los índices de contagios más altos. Pues no se dijo, pero al mes o así de enterrar al Ausencio, también le llegó la hora de las alabanzas, y por la misma razón, al señor Renato.
También se dijo, nuestro vecino Benito, como Policarpo, había seguido el camino de la instrucción, y en lugar de en el parque vecinal, se había refugiado en el periódico, las revistas y los libros, y desde entonces se había convertido en un erudito. No era extraño, por tanto, que manejase teorías tan profundas. Y allí donde el común de los lugareños poníamos a la providencia, él, más instruido, hablaba de decadencia moral. En el fondo, como se encargó de aclararnos Don Servando, se trataba, con diferentes palabras, de lo mismo. Y era que para Don Servando, el cura párroco, que venía del pueblo de al lado a dar misa los domingos, todo formaba siempre parte de lo mismo.

Dos.

No faltó sin embargo quien dijera que aquella fatalidad tenía nombre y apellidos y que aquel virus misterioso venía de algún laboratorio. Que no era nuestra decadencia y sus secuelas, tales como el cambio climático y la degradación de los ecosistemas, la causante, sino que se trataba de una operación orquestada por la industria farmacéutica, que encubría intereses crematísticos.
Sea como fuere, se murió el señor Renato y el sordo Ausencio. El señor Renato era de posibles, contradiciendo un tanto esta última opinión de que todo eran economías y que en el orbe no había más que cuproníquel e intereses económicos. Lo que resultó, al menos a mí, un alivio. Todos estábamos en el mismo bombo.
Era cuestión de suerte, había una oportunidad para los pobres en el mundo.

Tres.

En realidad, la villa, se surtía más bien que mal de lo último. Los ricos se habían ido yendo a la capital de la provincia, en un proceso paralelo al de la emigración a las zonas industriales. Allí no habíamos quedado más que pobres y viejos- todo junto.

Cuatro.

Pasaron los dos meses de confinamiento estricto, y otro año entero después, y se abrió entonces el cielo para nosotros. Hasta nuestro reducto había llegado el mal, pero también su solución. Y allí, de nuevo, en el parque, junto a las conversaciones de siempre, se fueron introduciendo temas novedosos. E incluso palabras, y conceptos insospechados, afloraron: índices de contagio, vacunas de sugerentes nombres como la de la compañía AstraZeneca, efectos secundarios de las mismas, y toda suerte de saberes médicos en torno a los virus.
El Eulogio, uno de los habituales de los bancos del parque, llamaba “plandemia” a todo aquello, insistiendo mucho en que aquel mal era parejo al de la mixomatosis de los conejos, y con el mismo fin perseguido, acabar con la plaga que formábamos por entonces los viejos en el orbe, cristiano y no cristiano- concluía.
Pero ahí entraba Benito, regresado de Barcelona en cuanto a aquel mal hubo remedio, el que afirmaba informado que no era la primera vez que aquello pasaba en el mundo. Mismamente, por las mismas fechas, del pasado siglo, la llamada gripe española se había enseñoreado de Europa.
- Y entonces no se sabía de laboratorios ni de fabricaciones de virus. Simplemente pasaba.
Decía, incluso, que los virus mutan por sí, y que no era extraño que aparecieran de nuevo en el futuro; “quizá no muy lejano”- concluía su discurso.
El caso es que no llegábamos a ningún acuerdo.

Cinco.

Las cosas volvieron a su cauce. Me sentí conforme con haber presenciado indemne aquel prodigio, pero enseguida me vino la conciencia de que era yo y no otro el alojado siguiente en aquel, metafórico, tambor de pistola macabro.


Texto agregado el 15-06-2024, y leído por 102 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-06-2024 Un placer leerte. Todos hemos vivido un poco esas circunstancias, sean o no pueblerinas, que has revivido con recatado buen humor, bastante de ciencia y otro poco de ironía. Un abrazo. Clorinda
16-06-2024 muy buena pluma, interesante relato. musas-muertas
 
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