Paseo por la noche de Buenos Aires,
y creo que es posible tocarla
como si fuera un tul ajado.
La observo,
y a través de su trama perforada,
paso mi aliento hambriento y cansado
como el árbol, que la horada con sus ramas.
Llego, y la noto altiva desde sus torres,
me rodea un extraño perfume
mezcla de fragancias y de lumbre,
de lágrimas estancadas en los sobres.
Camino por sus aceras que corren
con el apuro de los relojes,
infinitas cintas de plata
marchando al ritmo de sus mecánicos corazones;
y veo luces y más luces en un río constante
de estrellas y color;
mientras se enfría el aún humeante asfalto
dentro del esplendor.
Me reciben sosegadas,
las plazas enmudecidas
que observan como yo,
paredes de ladrillos encendidos
reflejando la luz en un incendio
profundamente mágico
que aquieta el corazón.
De pronto me encuentro con los ojos oscuros
por raza y pena de un niño,
que hasta el alba paseará su infancia desvalida;
a veces la miseria se mira en los cristales,
y se siente uno impotente y paralizado;
quisiera fundirlo entre mis brazos
para volcarle todo el cariño que le sea necesario.
Ya los pájaros manchados de hollín durante el día,
vuelan a cobijarse en los recovecos
de alguna mansión derruída;
ya las moles inhumanas de aluminio, poderosas;
muchas veces ven pasar seres desconocidos
que han perdido su dominio.
Toda la ciudad posee raíces trituradas de cemento,
desde las cuales brotan los hombres
como troncos y flores en movimiento.
Algo más tarde,
la fresca y susurrante sonoridad calla,
todo se calma pesadamente,
se precisa esfuerzo para tragar el aire
y luego de un silencio...
las cosas se sacuden ante los truenos
de una violencia inusitada,
se derrama desde el cielo abierto
una lluvia fatigada,
y el viento bate en las campanas;
los dedos del tiempo se pliegan
y dentro del eterno corazón de la ciudad,
la lluvia, reza.
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Éste poema formó parte de mi primer libro de poesía. |