“Caigo de mi alma.
Y me rompo en pedazos de alma sobre el invierno;
caigo del viento sobre la luz;
caigo de la paloma sobre el viento”
(Vicente Huidobro)

En las cenizas que aún conservan olor a tabaco, ha quedado marcado el cuerpo desnudo de una mosca que se murió de asombro al verme mirarte. No sé qué tenés que, algunas veces, te encuentro desconocido, te conozco desencontrándome. El reloj se ha vaciado de horas y el almanaque se ha descolgado de junio, para envolverse en la cicatriz de la pizarra de la cocina, justo debajo de la lista de la compra. No tenemos pulso. Pero estamos vivos. Uno a cada lado de su propio Universo, ajustando la distancia a fin de no colisionar. No sería prudente, la verdad. Pese a no tener licencia de conducir, he manejado bastante bien el arte de callar sin herirte. Simplemente, me levanto del sofá y con paso torpe, logro llegar a la cama para tumbarme mirando la nada, tomo distancia como en la fila del colegio, mientras concentro toda mi energía en el tobillo izquierdo. Lo recorro con el pensamiento, pudiendo adivinar como es por dentro, una maraña de huesocartilagotendondolormastendonmasintradermis. Ya lo puedo ajenizar: no deseo este tobillo. Lo descarto (su apariencia seguirá caminando conmigo) y me en cojo. Y vos ni te enteraste de mi ausencia, porque dejé de respirar para alejarme y volví a respirar cuando regresé sin lastre. Es increíble cómo la ajenidad de lo propio permite que la perspectiva devuelva a cada cosa su naturalidad; es entonces cuando – por fin – se renuncia al humano deseo de controlarlo todo o de extorsionar a quienes amamos. Hay un silencio que se va depositando sobre todo lo que me rodea. Y después está el otro: el que hice a un lado para hablar con esta cuartilla de siete pares de narices. ¡Qué numerología contundente, ahora también la aplico en los desahogos textuales! ¡Acabaré consiguiendo un máster de tanto y tanto contar hasta diez!. En fin. Que es de noche, y la calma se parece demasiado a un paréntesis vacío. Que ya no quiero recurrir ni a corchetes ni llaves para descifrar el enigma. No porque no me guste la lógica matemática, para nada. Tiene más que ver con el haberme desprovisto de todos los velcros que me impedían soltar (todo lo que creía “mio”). Qué estupidez el “mi” (nada musical por cierto, en general acompañado de una retahíla de improperios o reclamos o exigencias o explicaciones que nadie pide). Nada es de uno, salvo el propio cuero (si no le es entregado a los matasanos). Lo único que nos pertenece es aquello que olvidamos y lo otro, que evadimos: nacer y morir. Siento que el aire vuelve poco poco a mi mente. Ya empieza a formarse la niebla. Miro a mi alrededor y me doy cuenta que la madrugada comienza a depositarse en los techos que adivino recordándolos porque no pienso asomarme al balcón. Si. Es la hora de alargar el exo esqueleto invisible que encorseta e impide dejar que sea lo que tenga que ser. Punto.

Y aparte.