Recuerdo que a mi grupo del barrio llegó una tarde Narciso. Un condiscípulo del séptimo grado. Joven con un notorio impedimento físico. Nacido y criado en el sector del Capacito y un compañero qué merecía el desvío en mi ruta de retorno al hogar. Y cómo pudo sé enderezó y le sonó una galleta a Percio. Otro amigo de infancia. Y Percio, más sorprendido qué molesto, le preguntó: ¿Y qué té hice yo?

A lo que Narciso sin inmutarse le respondió: ¡Eso fue sin hacerme nada! ¿Imagínate lo que te pasaría sí me hubieras hecho algo? Pero el sorprendente episodio no fue el primero ni el último qué me tocaría vivir. Por lo que hoy, sentado en mi cuarto después de un sueño muy corto para mi edad, examino mi vida dentro del contexto de lo ocurrido con Percio aquella lejana tarde.

Y lo primero qué sale de mi archivo involuntario, es una pregunta terrible: ¿Qué por ciento de lo qué sé cree de uno es verdad? ¡Siendo la respuesta bien actualizada casi un cero! Y de inmediato surgió una segunda: Entonces: ¿Soy quién soy ó el qué creen que es? Y ahí el ego salió en mi defensa. Y lo hizo cómo sí fuera Yo. Usando una excusa elaborada por una defensa qué ve el pleito perdido: ¡Sin embargo, cliente mío, tú tienes el beneficio que otorga el silencio!