La casa antigua de la abuela se encontraba fuera del perímetro de la ciudad. Nos encantaba jugar y retozar por aquel patio con conejos, gallinas, cotorros y guajolotes. Me impresionaba con los pavos cuando se esponjaban y se veían orgullosos de su plumaje, a veces amenazadores. Al fondo había una cabaña. Aunque tenía muchos primos, le tuve especial cariño a Sandro. Entre los once o doce años, los primos jugábamos a las escondidas con la mirada atenta de los adultos. Una tarde escogimos el mismo lugar para ocultarnos. Todo era silencio, oíamos nuestras respiraciones acompasadas. Sandro me volteó la cara y nuestros labios, atraídos, primero se rozaron y después buscaron el acomodo. Me dio un beso largo. A medida que presionaba mis brazos, mis costillas y toda mi piel, sentía un calor que me imaginé ser una pava. Estaba orgullosa de que un varón me hubiese besado.
Un día antes de irme del país, fui a ver a la abuela y coincidió con la visita de Sandro. Caímos en el recuerdo, en la libertad de aquellos juegos y, sin pensarlo, nos abrazamos. Salimos a caminar y, antes de partir, la abuela nos dijo: «todo está igual, y vayan a la cabaña a terminar lo que un día dejaron pendiente». Y sonrió. |