Los sonrosados dedos de la aurora tantean el vellón de oveja que lo cubre y se allegan sigilosos a los párpados cerrados. Son los del caro hijo de Odiseo que duerme en su aposento. La luz primera le reclama para el inicio de la gesta. Están madurando su sangre y su carne aún y se fragua la idea de la espada mortífera en él. Abre entonces sus ojos desbordados por la claridad doliente y mira hacia el horizonte que espejea enmarcado en el vano, desnudo de cortinas, que da al balcón. Reconoce en esa desnudez el vestigio del paso mañanero de la leal y digna Euriclea aprontada por el canto del gallo al que las pausadas bestias, que ahora ve pastar a campo abierto, no consideran. «Quien fuera ellas» se dice y casi a la vez se reprocha estas palabras de leve cobardía. Va desperezándose. Abajo, en el patio, se oye el trasiego de sirvientes y heraldos preparando el saqueo festivo de los pretendientes, prestos a refocilarse en la devastación de la hacienda familiar. Ya han sido descubiertas las noches de insomnio aparejadas a las suyas, en una habitación contigua: entre dos antorchas y excitada por el frenesí del desteje de un sudario interminable intentaba alcanzar el alba, ella, la asediada, la embaucadora, la viuda, la futura hija desposada de Icario: su madre. Y sabe que el descubrimiento ha enervado los apetitos obscenos que les cercan. Algo le alivia: la posibilidad de que el vaticinio, que en la víspera pronunció el sabio Mentes, se cumpla. Imagina entonces al padre extraviado en la puerta de entrada de la casa, como un ser de trasmundo renacido, blandiendo terrible sus dos lanzas. «Ese día —piensa—- ansiarán los insolentes más la ligereza en sus pies huidizos que todo el oro y los vestidos del mundo» y en el pensamiento se cobija su esperanza.
Vuelve a mirar la intangible linea y se pregunta qué abstrae, qué se contiene invisible en ella ¿Una isla perdida en mitad de las abruptas olas reteniendo la vida o los despojos de él? ¿Un abismo en cuyo lecho arenoso descansa el espolón que precedió al desventurado en el momento final?
¿Dónde está él, su padre? ¿Cómo convertir la incertidumbre que deja su ausencia, en aliento y coraje? ¿Cómo parir de las propias entrañas al hombre futuro que peleará junto al hombro paterno para vindicar el ultraje?
Toma la blanca túnica y la ajusta firme al torso. Luego coge la espada y se la cuelga al hombro. Después se calza con sandalias los pies. Ensimismado hace maquinalmente estas operaciones y así se descubre. Una lánguida ansia le trepa pecho arriba. Avisa a los heraldos y estos vociferan convocando a todos. Se encamina al ágora. Despega de la columna en que reposan las lanzas del ausente, la suya de bronce. A mitad de trayecto acuden a su encuentro dos fieles perros que le flanquean acompasados. Es la imagen del terror venidero tocada por la gracia divina.
Siente el miedo, el vértigo del momento crucial. Prevé una áspera asamblea mientras ensaya interiormente sus argumentos. Un nudo ardiente se aprieta a su garganta. Lágrimas de impotencia quieren asomar. Las fuerzas no le asisten. Aún no sabe que todo lo que siente es parte de la lenta agonía de una crisálida.
El sitial le espera, desocupado por la suerte del padre. Los ancianos le ceden respetuosos el lugar, acaso porque la sabiduría intuye que el día presente prefigura la justicia que se avecina, la venganza.
David Galán Parro
27 de mayo de 2024
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