Le quitó el cable del teléfono por el que la otra había estado hablando, se lo pasó con rapidez por la cabeza y desde atrás tiró con fruición. Qué placer intenso sintió, mientras seguía tirando de ambos lados del cable con toda su fuerza. Sí, al fin, al fin la estaba matando...
Escuchó los ruidos que la mujer hacía con la lengua y la voz que se oía de lejos preguntando que sucedía, del otro lado del tubo. Y siguió apretando fuerte, bien fuerte. La víctima desesperada, trató de defenderse como pudo, movió espasmódicamente los brazos, las manos, se agitaron sus pies, con terror intentó quitarse el cable que la estaba ahorcando, se rompió varias uñas en el intento, pero fue inútil. Comenzó a volverse azulada mientras emitía varios sonidos desesperados tratando de respirar, sus vértebras cervicales sucumbieron ante el peso y la fuerza de quien gozosamente, la estaba asesinando.
Luego la dejó ahí tirada, aunque bien respetuosa y ordenada, colocó el teléfono en su lugar.
Volvió a la cocina para terminar de lavar los platos. Tarea que interrumpió para seguir un fuerte impulso. Pero ya estaba, ahora finalmente terminaría de limpiar. Su rostro permanecía impasible, nadie diría al verla que había hecho algo más que lavar los platos.
Pasaron unos días y el hedor comenzó a volverse insoportable. Los vecinos se quejaron ante el encargado, ¿qué pasaba en ese apartamento?, ¿quién estaba ahí?, ¿acaso se había muerto un animal? El portero llamó por teléfono y no obtuvo respuesta, luego tocó a la puerta durante casi dos días, hasta que finalmente decidió llamar al cerrajero para abrirla. Al entrar encontraron rápidamente la causa de la pestilencia. Yacía en el piso la dueña del lugar y en la cama durmiendo, su asesina. Ésta no dijo nada del motivo que la llevó a matar, jamás abrió la boca al respecto ni durante su arresto, ni en los veinte años de prisión que le dieron.
Cuando salió, volvió a su casa.
Estaba todo igual. La asesina retornó a sus costumbres, iba a la feria para hacer las compras y como tenía algo de dinero ahorrado en el banco, no pasó privaciones. Vivía modestamente sin que le faltase nada.
De a poco comenzó el hostigamiento. Veía la cara entre azul y morada tal como quedó al morir, siguiéndola por todos los rincones de la casa. Los ojos oscuros la acusaban, la boca aún con la lengua trabada, parecía querer tomar aire angustiosamente. Estaba presente desde que se levantaba hasta que se acostaba. A veces en medio de la noche, sentía unos pasos muy leves, era ella...Y aún cerrando sus ojos, la veía como si los tuviese abiertos, era imposible seguir así. Hizo gala de toda su sangre fría como la psicópata despiadada que era, y como carecía de toda compasión y remordimiento, de toda culpa o vergüenza, se burló al comienzo de su víctima con orgullo, por lo hábil que fue.
Pero eso sólo fue al comienzo. No podía hacer las tareas de la casa tranquila, veía las cuencas vacías de sus ojos en el agua que tomaba, en la sopa que se llevaba a la boca, aparecían por todas partes. Al tomar el toallón para secarse al salir de la ducha, estaba ahí parada, imperturbable, serena, con una mirada como preguntándole el porqué la había asesinado. Al levantarse, la veía seria, al pié de la cama. Una noche sintió que al lado de ella, la cama se hundió un poco y alguien le quitó parte de la frazada con la que se tapaba. Ni quiso darse vuelta para ver quién era, total ya lo sabía, pero no consiguió dormir. Al día siguiente los despojos de ese rostro aparecieron en la pantalla del televisor y por más que cambió de canal, permanecieron ahí. Faltó muy poco para que tirase el televisor a través de la ventana. Otro día comentó con alguien que le molestaban los timbres; y de inmediato la casa pareció volverse loca, comenzaron a sonar todos al mismo tiempo, el teléfono, su celular, el timbre de la puerta y unos pitidos y llamadas como de teléfono en su PC. Todo el día se enloquecieron así todos los timbres y no le fue posible silenciar a ninguno.
Pero hubo algo, una gota que colmó su vaso. Fue al levantarse e ir al baño para lavarse los dientes. Cuando alzó la mirada, en el espejo vio la cara de su víctima. Estaba ahí, patente. Era su misma cara. Se la tocó, vio sus arrugas, se palpó la piel y se dio cuenta que eran idénticas, como gemelas.
Y fue tanto el odio que sintió hacia si misma, que ese mismo día compró una soga resistente y se ahorcó colgándose de un tirante de la cocina. Porque seamos sinceros, no todos los días se mata a la madre, ¿verdad?
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