El eunuco
Rubén, joven que entraba galopante a su etapa veinteañera, tenía un único objetivo en mente: pasar todo su tiempo libre con su adorada pareja. Entre los estudios y el trabajo, quedaban pocas horas para estar juntos, apenas un par de besos robados y caricias furtivas. La visitaba al atardecer y se retiraba casi cerca de la medianoche. Así llevaban ya tres años. En los inviernos, al irse a casa tiritando de frío y a veces bajo la lluvia, surgía inevitablemente la pregunta
- ¿Por qué no vivimos juntos?
Según sus familiares, la propuesta debería haber sido: ¿por qué no se casan? A finales de los años setenta, no era bien visto vivir juntos sin estar casados, así que la idea fue tomando forma. Decidieron casarse y vivir en la casa de ella mientras estabilizan sus ingresos. Pronto fijaron la fecha en el registro civil para un viernes cercano y planearon una pequeña ceremonia con los familiares más íntimos.
Rubén se frotaba las manos, emocionado por pasar las futuras noches junto a su pareja y, lo más esperado, despertar juntos, levantar las sábanas y contemplarla con sus piernas desordenadas y su trasero desnudo.
Ese viernes fue intenso. Por la mañana, la ceremonia en el registro civil, y al atardecer, una recepción con exquisita comida y buenos regalos. Cuando los ánimos de los invitados empezaron a decaer estos se retiraron, no sin antes desearles buena suerte a los recién casados. Algunas, le hacían un giño a la novia. Rubén se preparaba para su noche nupcial, sin trabas, sin peros, sin restricciones.
Estando acostados, Rubén se acercó a ella para iniciar los juegos previos, pero ella lo frenó en seco:
- La noche se hizo para dormir. No insistas cuando no quiero, no soy propiedad de nadie.
Dicho esto, se cubrió con las sábanas y en menos de dos minutos estaba durmiendo profundamente. Rubén, perplejo, pensó que tal vez estaba cansada y que había intentado hacer una broma que resultó poco graciosa.
El día siguiente, todo parecía normal. Pasaron la jornada juntos, rieron, comentaron los regalos, y los cambios que tenían que hacer, y llegó la hora de acostarse. En el dormitorio, ella se mostró desnuda y le preguntó cómo la encontraba. Él la acarició respondiendo que estaba mejor que nunca. Aliviado, se preparó para lo pendiente, pero cuando salió del baño, ella ya estaba acostada tapada y durmiendo como un lirón.
Se culpó, pensando que quizás se había demorado mucho en el baño.
Durante el día, ella se mostraba animada. Él la besuqueaba y ella respondía, tal como antes de casarse. Cuando el toqueteo se intensificaba, ella coquetamente proponía:
- Espérate a la noche.
Pero cada noche, ella se acostaba temprano con la excusa del frío y ver algún programa en la televisión. Cuando él entraba ilusionado, su esposa ya estaba durmiendo con el televisor prendido.
Así pasaron los días. Durante el día, el jugueteo; y al acostarse, la bella durmiente. Rubén no entendía nada, pero era caprichoso, taimado y rebelde. Para estos tropiezos, los evitó trabajando hasta tarde y llegando después de que ella ya estaba dormida.
Una noche, corrió las sábanas sigilosamente y admiró sus piernas desnudas. Puso su mano sobre su vientre, cerca del monte de Venus, pretendiendo bajar poco a poco. Ella, media dormida, reclamó que tenía las manos heladas y se giró hacia el rincón. El insistió, besándole el hombro, pero ella le dio un codazo en el vientre.
Esperó. ¿Que esperó? ¿Disculpas? Nada, ella siguió durmiendo como si nada hubiera pasado. Aprendió a acostarse y levantarse sin despertarla.
Pasaron cinco años, luego diez y la tónica fue más o menos la misma.
En el trabajo Rubén compartía normalmente. Hace poco celebraron el nacimiento de su tercer hijo, así que se sentía querido por sus compañeros. Sin embargo, estos estaban intrigados por su frialdad cotidiana. Se retiraba al último, a veces salía después de la hora y luego volvía a terminar algo.
Sus compañeras le preguntaban
- ¿Por qué no te vas a estar con tu señora?
- Es que tengo que terminar esto. – Aludía a un trabajo atrasado.
A las compañeras les molestaban sus repuestas. Además, nunca llamaba a casa. Se reía de los escándalos del Día de los Enamorados, y no comentaba ni como lo había pasado en su cumpleaños.
Un día, una compañera, molesta por su presunta pasividad, le preguntó muy directamente:
- Y por qué no te retiras temprano y haces cositas con tu señora.
Rubén sonrío, pero no contestó. A partir de ese día, el asedio laboral no se detuvo. Todas las bromas se concentraban en él: “Te cobran”, “Llegaste a casa y la pillaste en algo”, “Te estás vengando”, “¿Eres impotente?”, “Un eunuco”.
La misma chica preguntona realizó una encuesta, preguntando uno por uno:
- ¿Cuántas veces tienes relaciones sexuales en la semana?
Insistió hasta que le fueron respondiendo: tres, cuatro. Ella anotaba. Las bromas llovían. Pero Rubén no se involucraba.
Hostigaron a Rubén para que respondiera. Hasta que, un poco molesto, dijo:
- Tres.
Hubo un silencio. Se miraron entre ellos. Insistieron.
- ¿Pero tres a la semana?
Otro añadió:
- ¿O tres al mes?
- Vamos, Rubén, acláranos. – Dijo la chica insistente.
- Tres veces. Una por cada hijo.
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