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Cuando el bedelang de Samur ordenó que Raka fuera llevado a su presencia, nadie hubiera imaginado que el pobre jardinero pudiera escapar de alguna forma a un castigo extraordinario.

El bedelang era un hombre que rondaba los cuarenta años cuya serenidad en el rostro hacía resaltar su condición de hombre sabio, encargado de impartir justicia en las provincias del sur. Desde muy temprana edad, el venerado bedelang de Samur, su padre, lo había preparado para que ocupara su alta responsabilidad una vez los dioses dispusieran que su tránsito por esta reencarnación había terminado.

Tal prevención mostró ser acertada cuando los dioses hicieron que el búfalo de sacrificio de las fiestas de Man Sari presintiera que iba a ser descuartizado y rompiera sus ataduras para desbocarse en un una trayectoria de saltos locos que lo pusieron con rapidez inusitada frente al venerable bedelang que ni siquiera tuvo tiempo de percatarse de cuál había sido la causa del alboroto. Cuando el búfalo golpeó con la base de su cuerno izquierdo la sien derecha del bedelang y lo envió, en forma instantánea, a la morada de sus antepasados, su hijo, que había visto con horror que el cuerno del animal pasaba rozando su mejilla, se convirtió en el séptimo bedelang de Samur, señor de toda la región del sur de Balí, impartidor de justicia y sabiduría, guía espiritual de las comunidades que habitaban desde los bosques de Kerker hasta las playas majestuosas de Samur, Man Sari y las montañas de tigres al oriente de Atar y Manalí.

Como habiéndose dado cuanta de lo que había hecho, el búfalo frenó su carrera de espanto y se encaminó con paso lento al corral de Pak, atravesando las calles que conducían del palacio del bedelang, siguiendo por los campos de tabaco del chino Wei Gung Ro y saliendo de Man Sari feliz de verse libre del bullicio de la fiesta, atraído por la humedad conocida de los arrozales de Pak y el olor de los demás búfalos que había dejado por la mañana para ser llevado al pueblo y ser adornado como sacrificio principal en la fiesta anual en honor al venerable bedelang.

Un accidente tan triste como inesperado, no cabía duda, había estado escrito desde siempre en el misterioso libro de la vida de Samur y el hecho de que el nuevo bedelang hubiera estado tan cerca de acompañar a su padre a la tierra e los antepasados, pero que en realidad no había recibido el menor rasguño, no hacían más que confirmar que la marcha de la vida, tal como había sido escrita desde siempre, con sus líneas inescrutables pero certeras no había hecho más que cumplirse de nuevo.

La población de Samur, entonces, recibió la llegada del nuevo bedelang como algo inevitable y hasta afortunado en el devenir de su pueblo.

Desde muy niña, Peng Peng había sido la adoración del nuevo bedelang. Ella era la primera hija de su esposa principal, y en contravía de la tradición de Balí, donde una hija normalmente no competía por el cariño natural que despertaba tener un hijo varón, el bedelang no dejó nunca de admirarse en secreto y en público de la gracia de su hija. A medida que ella fue creciendo, lo hizo también su amor por ella que no disminuyó cuando los hijos varones, verdaderos herederos, fueron llegando de las numerosas esposas, llenándolo el palacio de bullicio y alegría.

A Peng Peng su padre el bedelang le permitía todo, incluso recibir la educación reservada a los varones. Es cierto que no lo hacia abiertamente y se valía de estrategias de padre amante tanto de su hija y como de las costumbres, pero esta contradicción en su corazón le importó poco y siempre la consideró como una pequeña compensación a los favores que entregaría a su pueblo cuando su padre muriera y él se convirtiera en el bedelang de Samur.

Cuando su hija le dijo que deseba aprender a bailar como Raka lo hacía, el bedelang ni siquiera consideró que la práctica de la danza, a pesar del prestigio que daba a quienes la dominaban, no era apropiada para los miembros de su casta.

La decisión del bedelang se facilitó por el hecho de que Raka y su hija Peng Peng eran apenas niños. Lo consideró como la satisfacción de un capricho de su hija e hizo los arreglos para que Raka pudiera acceder al palacio como ayudante de jardinero. Con la libertad de esta ocupación pudiera enseñar en forma menos abierta a bailar a su hija.

A pesar de su edad, Raka tenía un talento especial para la danza. Formó parte del grupo que se presentó cuando el viejo bedelang, muerto por el búfalo, había cumplido los sesenta años y todos habían quedado admirados por la naturalidad y elegancia con que representó al duende Limur Dala.

Raka se hizo una figura cotidiana en el palacio y la simpatía y gracia del muchacho, al tiempo que su humildad y discreción, hicieron que el aprendizaje de la hija del bedelang se desarrollara sin preocupaciones por parte del padre.

El aprendizaje de Peng Peng fue acelerado. La niña también tenía un talento especial para la danza y su padre se satisfacía especialmente cuando representaba al venado Dorú Dorú en interpretaciones privadas donde los dos muchachos danzaban para el bedelang acompañados por los músicos del MALONEG de palacio.

Durante dos años las lecciones de danza fueron como un juego y cuando Peng Peng perdió interés por seguir aprendiendo, al parecer por el fastidio que le producía no poder hacerlo en forma abierta debido al problema de las castas. Raka, sin embago, siguió frecuentando el palacio esta vez sí como ayudante de jardinero.

Lo que nade noto fue que durante las lecciones de danza los dos muchachos se habían enamorado y habían aprendido un lenguaje de amor que se expresaba por la sutil variación de la fuerza con que se tomaban las manos mientras danzaban durante las horas de práctica y por un código de miradas furtivas que ambos entendían a la perfección. El rechazo por la instrucción era tan sólo un pretexto bien pensado para que Peng Peng pudiera despistar a un padre demasiado complaciente.

El amor, inatajable, temerario y desquiciado cuando es verdadero, siempre encuentra caminos donde parece que no existen y para la época en que el nuevo bedelang asumió el cargo, los ahora jóvenes enamorados llevaban un tiempo ya lago de amores secretos habían decidido amarse para siempre sin importar la diferencia de castas y estaban planeando fugarse hasta Sumatra, si era necesario, para dar rinda suelta a una pasión que por prohibida e imposible, los quemaba con más llamas.

La llegada a Samur del holandés Christofer Kerr, capitán de dragado, definió el asunto.

El capitán Kerr era un hombre de mar con treinta y ocho años en los barcos. Siendo muy joven, a los dieciséis años se embarcó en un pequeño remolcador de su padre, como marinero. Continuó una carrera de marino que lo llevo a todos los rincones del mundo y su habilidad para aprender idiomas lo hacía defenderse muy bien en doce idiomas, algunos del sur oriente de Asia. En efecto, el capitán Kerr hablaba malayo y chino con la desenvoltura desabrochada de los marinos y había repuesto un matrimonio fallido y desvencijado en Holanda con otro, exótico y feliz, en Malasia.

Se había establecido en Malasia casándose con una mujer musulmana, y no había tenido ningún reparo en convertirse a esa religión para no complicar el desarrollo de sus amores por un asunto tan baladí. El capitán Kerr era en realidad librepensador, pero sus muchos años en la mar lo habían hecho tolerante y abierto a otras culturas y a otras formas de pensar. Tenía un hijo de seis años, Adrianus, con quien hablaba en holandés y español. Pero cuando el niño lo escuchaba hablando inglés le decía que tenía un acento horrible y elpadre o pdía oir u halago más placentero que ese.

Era, sin duda, un hombre curtido por la vida y de una mente abierta. Y a pesar de que las arrugas prematuras esculpían un rostro de aspecto serio y malhumorado, era por el contrario un tipo simpático, buen conversador y excelente amigo.

Estaba en Samur en un viaje largamente aplazado, pues su esposa tenía las raíces en Balí y su abuela, muy enferma desde hacía varios años había reclamado la presencia pues ella era la madre de crianza y quería verla antes de morir.

Así que el capitán Kerr, recién retirado, partió hacia Samur con su esposa y su hijo con planes de permanecer algunos meses en la isla mientras su esposa visitaba a la interminable lista de parientes que se extendía desde Samur a Manalí.

Entre los parientes de la esposa del capitán Kerr en Samur estaba Pak. Eran primos en segundo o tercer grado y cuando le ofreció su casa a los visitantes, el capitán Kerr estuvo encantado de poder vivir en un tiempo ayudando a su pariente político en los arrozales y Adrianus no podía ser más feliz teniendo a su disposición los búfalos que Pak tenía en sus corrales.

Raka, el hijo de Pak, por su parte encontró en el capitán un confidente inesperado y a pesar de la diferencia de edades entablaron una amistad que se consolidó cuando el capitán le contó, con lujo de detalles, las peripecias que tuvo que pasar para poder casarse con la que ahora era su mujer. Estaban, de hecho, hermanados por la complicidad del amor.

(Hay que terminar este cuento...)

Texto agregado el 02-06-2024, y leído por 70 visitantes. (1 voto)


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