Calle Bailén.

Al principio sólo teníamos esa referencia. Cogidos de la mano teníamos que atravesar aquella ciudad con un solo nombre en la cabeza y un plano dibujado en un papel. Nuestros padres habían muerto en un accidente de tráfico. De un día para otro no teníamos padre, ni madre; sólo a nosotros dos. Durante la semana nos tenían en un colegio internado, pero cuando cumplimos los catorce, una familia se ofreció a hacerse cargo los fines de semana. Para que lleváramos una vida normal- esas fueron las palabras. Y con ese nombre en el magín, emprendimos el primer viernes por la tarde, sin saber muy bien dónde íbamos, por el margen izquierdo de la rúa y sin soltarnos de la mano, por aquella extensa, ancha y larga calle de Bailén. Ni siquiera sabíamos cómo caminar por una ciudad. Uno- yo, el mayor- hacía de guía del hermano menor, con un único criterio presente, el de no ser arrollados por un trolebús. Hasta que no estaba claro lo anterior no movíamos un pie, sin fiarnos demasiado de los semáforos y de los pasos de cebra, ni de cualquier otro indicio que no fuera que no viniera un coche o un autobús. Después había que atravesar un gran parque. El director nos había hecho un plano, que portáramos, remirándolo cuantas veces fuera necesario.
Y así nos iniciamos en la vida los dos huérfanos del matrimonio Mont Ferrer. Con todo, nos gustó aquella libertad, era como una segunda vez de vuelta a nacer.