Pablo tenía un amuleto. Lo llevaba a todas partes y, aunque los demás nos reíamos, él decía que nos iba a dar suerte en aquella excursión de pesca. Salimos de madrugada, queríamos llegar al río temprano para armar las carpas y disponer los elementos de pesca.
Llegamos cerca del mediodía, Pablo preparó el asado, los demás nos encargamos de armar las carpas. Por la tarde se levantó una niebla que apenas nos permitía ver nuestras cañas colocadas a orillas del río. Nos ayudaba el sonido de las campanitas colgadas de las cañas. El tintineo indicaba un pique.
Casi anochecía cuando oímos un chapoteo. Pablo se cayó al agua, dijo alguien. Ni gritó. Fue como si se lo hubiera devorado la oscuridad. Las linternas solo agigantaban las sombras y al enfocar nuestros rostros veíamos el espanto que se reflejaba en ellos.
Sin señal en los teléfonos, Pablo perdido en las profundidades del río, y un miedo que no nos dejaba pensar. Habíamos gritado el nombre de nuestro amigo hasta quedar afonicos, entramos al agua en su busca, y ahora mojados y confusos, ya no sabíamos qué más hacer.
Entonces vi el amuleto ahí, entre sus cosas Le pedí que Pablo apareciera con vida a una simple pata de conejo.
Casi lo matamos cuando apareció caminando tranquilamente con los auriculares puestos. Había ido a mear.